La Predestinación y el libre albedrío

Autor: R.C. Sproul


La predestinación parece arrojar una sombra sobre el corazón mismo de la libertad humana. Si Dios ha decidido nuestros destinos desde toda la eternidad, esto sugiere fuertemente que nuestras elecciones libres no son sino charadas, ejercicios vacíos en una comedia predeterminada. Es como si Dios nos escribiera el guión en detalle, y nosotros estuviésemos llevando a cabo meramente la puesta en escena.

Para conseguir un asidero en la desconcertante relación entre la predestinación y el libre albedrío, debemos en primer lugar definir el libre albedrío. La definición misma es objeto de mucho debate. Probablemente, la definición más corriente dice que el libre albedrío es la capacidad de hacer elecciones sin ningún prejuicio, inclinación o disposición previos. Para que la voluntad sea libre, debe actuar desde una posición de neutralidad, sin prejuicio alguno en absoluto.

Aparentemente, esto resulta muy atractivo. No existen elementos represivos, ya sea interno o externo, que se hallen presentes. Bajo la superficie, sin embargo, hay dos graves problemas al acecho. Por una parte, si hacemos nuestras elecciones estrictamente desde una posición neutral, sin inclinación previa alguna, entonces hacemos las elecciones sin razón alguna. Si no tenemos razón alguna para nuestras elecciones, si nuestras elecciones son completamente espontáneas, entonces nuestras elecciones no tienen significado moral. Si una elección tiene lugar simplemente -surge porqué sí, sin ton ni son- entonces no puede ser juzgada buena o mala. Cuando Dios evalúa nuestras elecciones, Él está interesado en nuestros motivos.

Consideremos el caso de José y sus hermanos. Cuando José fue vendido a la esclavitud por sus hermanos, la providencia de Dios estaba actuando. Años más tarde, cuando José se reunió de nuevo con sus hermanos en Egipto, les declaró: “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien” (Gn. 50:20). El motivo fue aquí el factor decisivo que determinó si la acción era buena o mala. La implicación de Dios en el dilema de José fue buena; la implicación de los hermanos fue mala. Había una razón por la que los hermanos de José le vendieron a la esclavitud. Tenían una motivación mala. Su decisión no fue espontánea ni neutral. Estaban celosos de su hermano. Su elección de venderlo fue dictada por sus malos deseos.

El segundo problema que esta popular idea afronta no es tanto moral como racional. Si no existe una inclinación, deseo o tendencia, previos, ni motivación o razón para una elección, ¿cómo puede hacerse jamás una elección? Si la voluntad es totalmente neutral, ¿por qué habría de escoger la derecha o la izquierda? Es algo así como el problema que afrontó Alicia en el País de las Maravillas cuando llegó a una bifurcación en el camino. No sabía qué camino tomar. Vio al sonriente gato de Cheshire en el árbol. Le preguntó al gato: “¿Qué camino debería tomar?” El gato respondió: “¿A donde vas?” Alicia respondió: “No lo sé”. “Entonces”, respondió el gato de Cheshire, “no importa.”
Consideremos el dilema de Alicia. En realidad, ella tenía cuatro opciones donde escoger. Podía haber tomado el lado izquierdo de la bifurcación o el derecho. Podría haber escogido también regresar por el camino que había venido. O podría haber estado de pie fija en el lugar de indecisión hasta morir allí. Para dar un paso en cualquier dirección, ella necesitaría alguna motivación o inclinación para hacerlo. Sin alguna motivación o inclinación previa, la única opción sería permanecer allí y perecer.

Otra famosa ilustración del mismo problema se encuentra en la historia de la mula de voluntad neutral. La mula no tenía deseos previos, o deseos iguales en dos direcciones. Su propietario puso una cesta de avena a su izquierda y una cesta de trigo a su derecha. Si la mula no tenía deseo alguno por la avena o por el trigo, no escogería ninguno de los dos y moriría de inanición. Si tenía exactamente la misma disposición hacia la avena que hacia el trigo, aún moriría de inanición. Su igualada disposición la dejaría paralizada. No habría motivo alguno. Sin motivo, no habría elección. Sin elección, no habría alimento. Sin alimento, pronto no habría mula.

Debemos rechazar la teoría de la voluntad neutral no sólo por ser irracional, sino porque, como veremos, es radicalmente antibíblica. Los pensadores cristianos nos han dado dos importantísimas definiciones del libre albedrío. Consideraremos primero la definición ofrecida por Jonathan Edwards en su obra clásica On the freedom of the will (Sobre la libertad de la voluntad). Edwards definía la voluntad como “la mente escogiendo”. Antes de poder hacer elecciones morales, debemos tener primero alguna idea de qué es lo que estamos escogiendo. Nuestra selección se basa entonces sobre lo que la mente aprueba o rechaza. Nuestro entendimiento de los valores juega un papel crucial en nuestras decisiones. Mis inclinaciones y motivos, al igual que mis elecciones en sí, están moldeados por mi mente. Además, si la mente no está implicada, entonces se hace la elección por ninguna razón y sin razón alguna. Es, pues, un acto arbitrario y moralmente absurdo. El instinto y la elección son dos cosas diferentes.

Una segunda definición del libre albedrío es “la capacidad de escoger lo que queremos”. Esto se apoya en el importante fundamento del deseo humano. Tener libre albedrío es ser capaz de escoger conforme a nuestros deseos. Aquí el deseo juega un papel vital en cuanto a proveer una motivación o una razón para hacer una elección. Ahora viene la parte engañosa. Según Edwards, un ser humano no sólo es libre para escoger lo que desee, sino que debe escoger lo que desea, para ser capaz de escoger en absoluto. Lo que yo llamo ley de la elección de Edwards es esto: “La voluntad siempre escoge según su más fuerte inclinación en el momento.” Esto significa que toda elección es libre y toda elección está determinada.

Dije que esto era engañoso. Parece una flagrante contradicción decir que toda elección es libre y, sin embargo, que toda elección esté determinada. Pero “determinada” aquí no significa que algún agente externo fuerce la voluntad. Por el contrario, se refiere a nuestra motivación o deseo interno. En resumen, la ley es ésta: nuestras elecciones están determinadas por nuestros deseos. Continúan siendo nuestras elecciones porque están motivadas por nuestros propios deseos. Esto es lo que llamamos autodeterminación, que es la esencia de la libertad.

Piensa por un momento en tus propias elecciones. ¿Cómo y por qué las haces? En este mismo instante estás leyendo las páginas de este libro. ¿Por qué? ¿Tomaste este libro porque tenías interés en el tema de la predestinación, deseos de aprender más acerca de este complejo tema? Quizá. Puede ser que este libro se te haya dado a leer como una tarea. Quizá estés pensando: “No tengo deseos de leer esto en absoluto. Tengo que leerlo, y lo estoy haciendo de mala gana para satisfacer los deseos que otra persona tiene de que yo lo haga. En igualdad de circunstancias, nunca escogería leer este libro.”

Pero las circunstancias no son todas iguales, ¿verdad? Si estás leyendo esto por algún tipo de deber o para cumplir una petición, aún tienes que tomar una decisión acerca de cumplir la petición o no cumplirla. Es obvio que decidiste que te resultaba mejor o más deseable leer esto que dejarlo sin leer. De esto puedo estar seguro, pues de lo contrario no estarías leyéndolo ahora mismo.

Toda decisión que tomas la tomas por una razón. La próxima vez que vayas a un lugar público y escojas un asiento (en un teatro, clase, iglesia), pregúntate por qué estás sentado donde lo estás. Quizá sea el único asiento disponible, y prefieres sentarte en lugar de estar de pie. Quizá descubras que surge un modelo casi inconsciente en tus decisiones en cuanto a sentarte. Quizá descubras que, siempre que te es posible, te sientas hacia el frente de la sala o hacia el final. ¿Por qué? Quizá tenga que ver algo con tu vista. Quizá seas tímido o gregario. Puede que pienses que te sientas donde te sientas por ninguna razón, pero el asiento que escojas lo escogerás siempre por la inclinación más fuerte que tengas en el momento de la decisión. Esa inclinación puede ser meramente que el asiento más cercano está libre y no te gusta andar largas distancias para encontrar un lugar donde sentarte.

Tomar decisiones es un asunto complejo debido a que las opciones que afrontamos son con frecuencia muchas y variadas. Añadamos a eso que somos criaturas con muchos y variados deseos. Tenemos motivaciones diferentes y, a menudo, conflictivas. Considera el asunto de los helados. ¡Oh, qué problema tengo con los helados! Me gustan los helados. Si es posible ser adicto a los helados, entonces debo ser clasificado como un “helado-adicto”. Peso al menos siete kilos de más y estoy seguro de que al menos diez de los kilos que pesa mi cuerpo están ahí debido a los helados. Los helados prueban en mí los adagios: “Un segundo saboreando, y una vida lamentando”, y: “Los que mucho comen peso ponen”. Debido a los helados tengo que comprar las camisas holgadas.

Ahora bien, en igualdad de circunstancias, me gustaría tener un cuerpo delgado y esbelto. No me gusta que me queden estrechos los trajes y que las viejecitas me den palmaditas en el estómago. Dar palmaditas en el estómago parece una tentación irresistible para algunas personas. Sé que debo librarme de esos kilos de más. Tengo que dejar de comer helados. Así pues, me pongo a dieta. Me pongo a dieta porque quiero ponerme a dieta. Quiero perder peso. Deseo mejorar mi apariencia. Todo va bien hasta que alguien me invita a ir a Swenson’s. Swenson’s hace los mejores super helados del mundo. Sé que no debería ir a Swenson’s. Pero me gusta ir a Swenson’s. Cuando llega el momento de la decisión, me veo enfrentado con deseos conflictivos. Tengo deseos de estar delgado y tengo deseos de tomar helados. Cualquiera de los deseos que sea más fuerte al tiempo de la decisión es el deseo que escogeré. Es así de sencillo.

Consideremos ahora a mi esposa. Al prepararnos para celebrar nuestras bodas de plata, me doy cuenta que ella tiene exactamente el mismo peso que tenía el día que nos casamos. Su vestido de novia aún le queda perfectamente. No tiene grandes problemas con los helados. La mayoría de las heladerías sólo disponen de helados de vainilla, chocolate y fresas. Cualquiera de estos sabores hace que se me vuelva agua la boca, pero no suponen tentación alguna para mi esposa. ¡Ah! Pero ahí está Baskin Robbins. Ahí tienen nueces confitadas y helados de nata. Cuando vamos de paseo y pasamos por Baskin Robbins, a mi mujer le ocurre una extraña transformación. Aminora el paso, las manos se le vuelven pegajosas y casi puedo detectar el comienzo de la salivación. (Digo salivación, no salvación.) Ella experimenta ahora el conflicto de deseos que me asaltan a mí diariamente.

Siempre escogemos según nuestras inclinaciones más fuertes en el momento. Aun los actos externos de represión no pueden quitarnos totalmente la libertad. La represión implica actuar con algún tipo de fuerza, imponiendo elecciones a las personas que, por su propia cuenta, no harían. Ciertamente, no siento deseo alguno de pagar el tipo de impuestos que el gobierno me hace pagar. Puedo rehusar pagarlos, pero las consecuencias son menos deseables que pagarlos. Amenazándome con la cárcel, el gobierno puede imponerme su voluntad para que pague los impuestos.

O consideremos el caso de un robo a mano armada. Un hombre armado se me acerca y dice: “La cartera o la vida.” Con esto ha reducido mis opciones simplemente a dos. En igualdad de circunstancias, no tendría ningún deseo de donarle mi dinero. Existen instituciones benéficas mucho más dignas que él. Pero, de repente, mis deseos han cambiado como resultado de la presión externa que ha ejercido sobre mí. Está utilizando la fuerza para provocar ciertos deseos dentro de mí. Ahora debo escoger entre mi deseo de vivir y mi deseo de darle mi dinero. Lo mejor sería darle el dinero, porque si me mata, se llevará mi dinero en cualquier caso. Algunos rehusarían, diciendo: “Prefiero morir antes que escoger entregar mi dinero a este hombre armado. Tendrá que tomarlo de mi cadáver.”
En cualquier caso, se hace una elección. Y se hace según la inclinación más fuerte en ese momento. Piensa, si puedes, en alguna elección que hayas hecho jamás que no fuese según la inclinación más fuerte que tuvieras en el momento de la decisión. ¿Qué del pecado? Todo cristiano tiene algún deseo en su corazón de obedecer a Cristo. Amamos a Cristo y queremos agradarle. Sin embargo, todo cristiano peca. La cruda verdad es que en el momento de nuestro pecado deseamos el pecado más fuertemente de lo que deseamos obedecer a Cristo. Si siempre deseáramos obedecer a Cristo más que lo que deseamos pecar, nunca pecaríamos.

¿No enseña una cosa diferente el apóstol Pablo? ¿No nos relata una situación en la que él actúa contra sus deseos? Dice en Romanos: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Rom. 7:19). Aquí parece como si, bajo la inspiración de Dios el Espíritu Santo, Pablo está enseñando claramente que hay ocasiones en las que actúa contra su más fuerte inclinación.

Es extremadamente improbable que el apóstol nos esté dando aquí una revelación acerca de la actuación técnica de la voluntad. Por el contrario, está afirmando claramente lo que todos nosotros hemos experimentado. Todos tenemos deseos de huir del pecado. El síndrome de “en igualdad de circunstancias” está aquí en perspectiva. En igualdad de circunstancias, desearía ser perfecto. Querría librarme del pecado, exactamente como me gustaría librarme de mi exceso de peso. Pero mis deseos no permanecen constantes. Fluctúan. Cuando tengo el estómago lleno, es fácil seguir una dieta. Cuando tengo el estómago vacío, mi nivel de deseos cambia. Las tentaciones surgen con el cambio de mis deseos y apetitos. Entonces hago cosas que, en circunstancias normales, no querría hacer.

Pablo nos expone el conflicto tan real de los deseos humanos, deseos que resultan en malas elecciones. El cristiano vive en un campo de batalla de deseos conflictivos. El crecimiento cristiano implica el fortalecimiento de los deseos de agradar a Cristo acompañado del debilitamiento de los deseos de pecar. Pablo lo llamaba la lucha entre la carne y el Espíritu.

Decir que siempre escogemos según nuestra inclinación más fuerte en el momento es decir que siempre escogemos lo que queremos. En el momento mismo de la elección, estamos libres y autodeterminados. Estar autodeterminado no es lo mismo que determinismo. El determinismo significa que estamos forzados o presionados a hacer cosas por fuerzas externas. Las fuerzas externas pueden, como hemos visto, limitar severamente nuestras opciones, pero no pueden destruir la elección completamente. No pueden imponer delicia en cosas que odiamos. Cuando eso ocurre, cuando el odio se vuelve una delicia, es cuestión de persuasión, no de presión. No puedo ser forzado a hacer aquello que ya me produce deleite hacer.

La idea neutral del libre albedrío es imposible. Implica elección sin deseo. Es como tener un efecto sin una causa. Es algo que procede de nada, lo cual es irracional. La Biblia deja claro que escogemos por causa de nuestros deseos. Un deseo inicuo produce elecciones inicuas y acciones inicuas. Un deseo piadoso produce hechos piadosos. Jesús habló en términos de árboles malos produciendo frutos malos. Una higuera no produce manzanas, y un manzano no produce higos. Así también, los deseos rectos producen elecciones rectas, y los malos deseos producen elecciones malas.


Capacidad moral y natural
Jonathan Edwards hizo otra distinción que sirve para entender el concepto bíblico del libre albedrío. Él distinguía entre capacidad natural y capacidad moral. La capacidad natural tiene que ver con los poderes que recibimos como seres humanos naturales. Como ser humano, tengo la capacidad natural de pensar, andar, hablar, ver, oír y, sobre todo, hacer elecciones. Yo carezco de ciertas capacidades naturales. Otras criaturas pueden poseer la capacidad de volar sin la ayuda de máquinas. Yo no tengo esa capacidad natural. Podría desear elevarme en el aire como Superman, pero no tengo esa capacidad. La razón por la que no puedo volar no es debida a una deficiencia moral en mi carácter, sino porque mi Creador no me ha dado el equipamiento natural necesario para volar. No tengo alas.

La voluntad es una capacidad natural que nos ha sido dada por Dios. Tenemos todas las facultades naturales necesarias para hacer elecciones. Tenemos una mente y tenemos una voluntad. Tenemos la capacidad natural de escoger lo que deseamos. ¿Cuál es, pues, nuestro problema? Según la Biblia, la localización de nuestro problema está clara. Está en la naturaleza de nuestros deseos. Este es el punto focal de nuestra condición caída. La Escritura declara que el corazón del hombre caído abriga continuamente deseos que son solamente inicuos (Gn. 6:5).

La Biblia tiene mucho que decir acerca del corazón del hombre. En la Escritura, el corazón se refiere no tanto a un órgano que bombea la sangre a través del cuerpo como al centro del alma, el asiento más profundo de los afectos humanos. Jesús vio una estrecha relación entre la ubicación de los tesoros del hombre y los deseos de su corazón. Encuentra el mapa del tesoro de un hombre, y tendrás el camino a su corazón.

Edwards declaraba que el problema del hombre con respecto al pecado reside en su capacidad moral, o carencia de la misma. Antes que una persona pueda hacer una elección que sea agradable a Dios, debe tener primero el deseo de agradar a Dios. Antes que podamos encontrar a Dios, debemos tener primero el deseo de buscarle. Antes que podamos escoger el bien, debemos tener primero un deseo hacia el bien. Antes que podamos escoger a Cristo, debemos tener primero un deseo hacia Cristo. La esencia de todo el debate sobre la predestinación consiste plenamente en este punto: ¿Tiene el hombre caído, en y por sí mismo, un deseo natural por Cristo?

Edwards responde a esta pregunta con un enfático “¡NO!” Insiste que, en la Caída, el hombre perdió su deseo original hacia Dios. Cuando perdió ese deseo, algo ocurrió con su libertad. Perdió la capacidad moral de escoger a Cristo. Para escoger a Cristo, el pecador debe tener primero un deseo de escoger a Cristo. O bien tiene ya ese deseo dentro de sí, o debe recibir ese deseo de Dios. Edwards y todos los que abrazan la idea reformada de la predestinación están de acuerdo en que, si Dios no planta ese deseo en el corazón humano, nadie, por sí mismo, escogerá jamás libremente a Cristo. Los seres humanos rechazarán el Evangelio siempre y en todo lugar, precisamente porque no desean el Evangelio. Rechazarán a Cristo siempre y en todo lugar, porque no desean a Cristo. Rechazarán libremente a Cristo en el sentido de que actuarán conforme a sus deseos.

En este momento no estoy tratando de probar la verdad de la idea de Edwards. Hacer eso requiere una observación detenida del punto de vista bíblico de la capacidad o incapacidad moral del hombre. Haremos esto posteriormente. Debemos también responder la pregunta: “Si el hombre carece de capacidad moral para escoger a Cristo, ¿cómo puede Dios hacerle responsable de no escoger a Cristo? Si el hombre nace en un estado de incapacidad moral, sin deseo alguno por Cristo, ¿no tiene entonces Dios la culpa de que los hombres no escojan a Cristo? Una vez más ruego al lector que tenga paciencia, con la promesa de que consideraré pronto estas importantes cuestiones.


La idea de san Agustín acerca de la libertad
Al igual que Edwards hizo una distinción crucial entre la capacidad natural y la capacidad moral, así también Agustín, antes que él, hizo una distinción similar. Agustín encaró el problema diciendo que el hombre caído tiene libre albedrío, pero carece de libertad. A primera vista, parece una extraña distinción. ¿Cómo puede alguien tener libre albedrío y, sin embargo, no tener libertad?

Agustín estaba yendo a parar a lo mismo que Edwards. El hombre caído no ha perdido su capacidad para hacer elecciones. El pecador es capaz aún de escoger lo que quiere; puede actuar aún según sus deseos. Sin embargo, debido a que sus deseos son corruptos, no tiene la libertad real de los que son liberados para justicia. El hombre caído se halla en un grave estado de esclavitud moral. Ese estado de esclavitud se llama pecado original.

El pecado original es un tema muy difícil que prácticamente toda denominación cristiana ha tenido que afrontar. La Caída del hombre se enseña tan claramente en la Escritura que no podemos construir una idea del hombre sin tomarla en consideración. Hay pocos cristianos, si es que los hay, que argumenten que el hombre no está caído. Sin reconocer que estamos caídos, no podemos reconocer que somos pecadores. Si no reconocemos que somos pecadores, difícilmente podemos acudir a Cristo como nuestro Salvador. Admitir nuestra condición caída es un requisito previo para ir a Cristo.

Es posible admitir que estamos caídos sin abrazar alguna doctrina del pecado original, pero sólo con severas dificultades en el proceso. No es por accidente que casi todos los colectivos cristianos han formulado alguna doctrina del pecado original. En este punto hay multitudes de cristianos que están en desacuerdo. Estamos de acuerdo en que debemos tener una doctrina del pecado original, pero aún hay mucho desacuerdo en cuanto al concepto del pecado original y su extensión.
Comencemos afirmando lo que no es el pecado original. El pecado original no es el primer pecado. El pecado original no se refiere específicamente al pecado de Adán y Eva. El pecado original se refiere al resultado del pecado de Adán y Eva. El pecado original es el castigo dado por Dios al primer pecado. Es más o menos lo siguiente: Adán y Eva pecaron. Ese es el primer pecado. Como resultado de su pecado, la humanidad se hundió en la ruina moral. La naturaleza humana sufrió una caída moral. Las cosas cambiaron para nosotros después de cometerse el primer pecado. La raza humana se volvió corrupta. Esta corrupción subsiguiente es lo que la Iglesia llama pecado original.

El pecado original no es un acto pecaminoso específico. Es una condición de pecado. El pecado original se refiere a una naturaleza de pecado, de la cual fluyen actos pecaminosos en particular. Es decir, cometemos pecados porque está en nuestra naturaleza pecar. El pecar no estaba en la naturaleza original del hombre pero, tras la Caída, su naturaleza moral cambió. Ahora, debido al pecado original, tenemos una naturaleza caída y corrupta. El hombre caído, como declara la Biblia, nace en pecado. Está “bajo” el pecado. Por naturaleza somos hijos de ira. No nacemos en un estado de inocencia.

John Gerstner fue invitado una vez a predicar en una iglesia local presbiteriana. Fue saludado en la puerta por los ancianos de la iglesia, quienes explicaron que el orden de culto para el día incluía la administración del sacramento del bautismo infantil. El Dr. Gerstner accedió a realizar el culto. Entonces uno de los ancianos explicó una tradición especial de la iglesia. Pidió al Dr. Gerstner que presentara una rosa blanca a cada uno de los padres del niño antes del bautismo. El Dr. Gerstner inquirió acerca del significado de la rosa blanca. El anciano respondió: “Presentamos la rosa blanca como símbolo de la inocencia del niño delante de Dios.” “Ya veo”, respondió el Dr. Gerstner. “¿Y qué simboliza el agua?”. Imagínate la consternación del anciano cuando trató de explicar el propósito simbólico de lavar el pecado de bebés inocentes. La confusión de esta congregación no es única. Cuando reconocemos que los infantes no son culpables de cometer actos específicos de pecado, es fácil precipitarse a la conclusión de que, por tanto, son inocentes. Este es un gran salto teológico hacia un montón de espadas. Aunque el infante es inocente de actos específicos de pecado, aún es culpable del pecado original. Para entender la idea reformada de la predestinación, es absolutamente necesario entender la idea reformada del pecado original. Los dos asuntos están en pie o caen juntos (no pretendo con esto hacer un juego de palabras).

La idea reformada sigue el pensamiento de Agustín. Agustín explica el estado de Adán antes de la Caída y el estado de la humanidad tras la Caída. Antes de la Caída, Adán gozaba de dos posibilidades: tenía la capacidad de pecar y la capacidad de no pecar. Tras la Caída, Adán tenía la capacidad de pecar y la incapacidad de no pecar. La idea de la “incapacidad de no” nos resulta un poco confusa, porque en español es una doble negación. La fórmula latina de Agustín era nonposse nonpeccare. Expresado de otra manera, significa que, tras la Caída, el hombre era moralmente incapaz de vivir sin pecado. La capacidad de vivir sin pecado se perdió en la Caída. Esta incapacidad moral es la esencia de lo que llamamos pecado original.

Cuando nacemos de nuevo, se alivia nuestra esclavitud al pecado. Después de ser vivificados en Cristo, tenemos una vez más la capacidad de pecar y la capacidad de no pecar. En el cielo tendremos la incapacidad de pecar. Observemos esto con un diagrama:

El hombre antes de la caída / el hombre tras la caída
Capaz de pecar / capaz de pecar
Capaz de no pecar / incapaz de no pecar

El hombre nacido de nuevo / el hombre glorificado
Capaz de pecar /capaz de no pecar
Capaz de no pecar / incapaz de pecar


El diagrama muestra que el hombre antes de la Caída, tras la Caída y después de nacer de nuevo es capaz de pecar. Antes de la Caída es capaz de no pecar. Esta capacidad, la capacidad de no pecar, está perdida en la Caída. Se restaura cuando una persona nace de nuevo y continúa en el cielo. En la creación, el hombre no sufría una incapacidad moral. La incapacidad moral es un resultado de la Caída. Para expresarlo de otra manera: antes de la Caída, el hombre era capaz de refrenarse de pecar; después de la Caída el hombre ya no era capaz de refrenarse de pecar. Eso es lo que llamamos el pecado original. Esta incapacidad moral o esclavitud moral es vencida por el nuevo nacimiento espiritual. El nuevo nacimiento nos libera del pecado original. Antes del nuevo nacimiento, aún tenemos una voluntad libre, pero no tenemos esta liberación del poder del pecado, lo que Agustín llamaba “libertad”.

La persona que nace de nuevo puede aún pecar. La capacidad de pecar no es eliminada hasta que seamos glorificados en el cielo. Tenemos la capacidad de pecar, pero ya no estamos bajo la esclavitud del pecado original. Hemos sido liberados. Esto, por supuesto, no significa que ahora vivamos vidas perfectas. Aún pecamos. Pero nunca podemos decir que pecamos debido a que eso es lo único que nuestras naturalezas caídas tienen la capacidad de hacer.


La idea de Jesús acerca de la capacidad moral
Hemos bosquejado brevemente las ideas de Jonathan Edwards y san Agustín acerca del tema de la incapacidad moral. Pienso que son útiles, y también estoy persuadido que son correctas. Sin embargo, a pesar de su autoridad como grandes teólogos, ninguno de ellos puede demandar de nosotros nuestra sumisión absoluta a su enseñanza. Ambos son falibles. Para el cristiano, la enseñanza de Jesús es otro asunto. Para nosotros, y para cualquier otro también, si Jesús es ciertamente el Hijo de Dios, la enseñanza de Jesús debe ligar nuestras conciencias. Su enseñanza acerca de la cuestión de la capacidad moral del hombre es definitiva. Una de las enseñanzas más importantes de Jesús acerca de este asunto se encuentra en el Evangelio de Juan. “Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre” (Jn. 6:65).

Observemos atentamente este versículo. El primer elemento de esta enseñanza es una negación universal. La palabra “ninguno” incluye a todos. No permite excepción alguna aparte de las excepciones que añade Jesús. La siguiente palabra es crucial. Es la palabra puede. Esto tiene que ver con capacidad, no con permiso. En este pasaje, Jesús no está diciendo: “A nadie se le permite venir a mí…” Está diciendo: “Ninguno es capaz de venir a mí…”

La siguiente palabra en el pasaje es también vital. “Si no” se refiere a lo que llamamos una condición necesaria. Una condición necesaria se refiere a algo que debe ocurrir antes que pueda ocurrir otra cosa. El significado de las palabras de Jesús es claro. No es posible que un ser humano venga a Cristo si no ocurre algo que haga posible que venga. Esa condición necesaria Jesús declara ser: “le fuere dado del Padre.” Jesús está diciendo aquí que la capacidad para ir a él es un don de Dios. El hombre no tiene la capacidad, en y por sí mismo, de ir a Cristo. Dios debe hacer algo antes.
El pasaje enseña esto al menos: no está dentro de la capacidad natural del hombre caído el ir a Cristo por sí mismo, sin alguna clase de asistencia divina. Hasta aquí, al menos, Edwards y Agustín están totalmente de acuerdo con la enseñanza de nuestro Señor. La cuestión que permanece aún es ésta: ¿Da Dios la capacidad de ir a Jesús a todos los hombres? La idea reformada de la predestinación dice que no. Algunas otras ideas acerca de la predestinación dicen que sí. Pero una cosa es cierta; el hombre no puede hacerlo por sus propias fuerzas sin alguna clase de ayuda por parte de Dios. ¿Qué clase de ayuda se requiere? ¿Hasta dónde debe ir Dios para vencer nuestra incapacidad natural para ir a Cristo? Encontramos una pista en otro lugar del mismo capítulo. En efecto, hay otras dos afirmaciones hechas por Jesús que hacen referencia directamente a esta cuestión.

Un poco antes en el capítulo 6 del Evangelio de Juan, Jesús hace una afirmación similar. Dice: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere” (Jn. 6:44). La palabra clave aquí es trajere. ¿Qué significa que el Padre traiga a las personas a Cristo? He oído a menudo explicar este texto diciendo que el Padre debe galantear o seducir a los hombres para llevarlos a Cristo. A menos que este galanteo tenga lugar, nadie irá a Cristo. Sin embargo, el hombre tiene la capacidad de resistir este galanteo y rehusar la seducción. El galanteo, si bien es necesario, no es compulsivo. En el lenguaje filosófico, esto significaría que la atracción de Dios es una condición necesaria pero no una condición suficiente para llevar a los hombres a Cristo. En lenguaje más sencillo, significa que no podemos ir a Cristo sin el galanteo, pero que el galanteo no garantiza que, en realidad, vayamos a Cristo.

Estoy persuadido de que la explicación anterior, que es tan popular, es incorrecta. Hace violencia al texto de la Escritura, particularmente al significado bíblico de la palabra traer. La palabra griega que se utiliza es elko. El Theological Dictionary of the New Testament de Kittel la define diciendo que significa compeler mediante superioridad irresistible. Lingüística y lexicográficamente, la palabra significa “compeler”.

Compeler es un concepto mucho más fuerte que galantear. Para ver esto más claramente, observemos por un momento otros dos pasajes en el Nuevo Testamento donde se utiliza la misma palabra griega. En Santiago 2:6 leemos: “Pero vosotros habéis afrentado al pobre. ¿No os oprimen los ricos y no son ellos los mismos que os arrastran a los tribunales?” Adivina qué palabra en este pasaje es la misma palabra griega que en otro lugar se traduce por la palabra española traer. Es la palabra arrastrar. Reemplacemos ahora la palabra galantear en el texto. Entonces se leería de la siguiente manera: “¿No os oprimen los ricos y no son ellos los mismos que os galantean a los tribunales?”

La misma palabra ocurre en Hechos 16:19. “Viendo sus amos que había desaparecido la esperanza de su ganancia, prendieron a Pablo y a Silas, y los arrastraron hasta la plaza pública, ante las autoridades” (RVR 77). Una vez más, intenta sustituir la palabra galantear por la palabra arrastrar. Pablo y Silas no fueron arrestados y luego galanteados para que fuesen a la plaza.

En cierta ocasión se me pidió debatir la doctrina de la predestinación en un foro público en un seminario arminiano. Mi oponente era el titular del departamento de Nuevo Testamento del seminario. En un punto crucial en el debate fijamos nuestra atención en el pasaje acerca del Padre trayendo a la gente. Mi oponente fue el que sacó a colación el pasaje como texto de prueba para apoyar su pretensión de que Dios nunca fuerza o compele a nadie a ir a Cristo. Insistía que la influencia divina sobre el hombre caído estaba restringida a traer, lo cual interpretaba como queriendo decir galantear. En ese punto del debate le remití rápidamente a Kittel y a los otros pasajes en el Nuevo Testamento que traducen la palabra arrastrar. Estaba seguro de haberle puesto en un aprieto. Estaba seguro de que se había metido en una dificultad insoluble para su propia posición. Pero me sorprendió. Me tomó completamente descuidado. Nunca olvidaré aquel momento angustioso cuando citó una referencia de un oscuro poeta griego en el cual se utilizaba la misma palabra griega para describir la acción de sacar agua de un pozo. Me miró y dijo: “Bueno, profesor Sproul, ¿arrastra uno agua de un pozo?” Instantáneamente, la audiencia soltó una carcajada ante esta sorprendente revelación del significado alternativo de la palabra griega. Me quedé parado con cara de tonto. Cuando cesaron las carcajadas respondí: “No, señor. Debo admitir que no arrastramos agua de un pozo. Pero ¿cómo sacamos el agua de un pozo? ¿La galanteamos? ¿Nos ponemos de pie encima del pozo y gritamos: ‘Agua, agua, agua, ven aquí’?” Es tan necesario que Dios venga a nuestros corazones para volvernos a Cristo como lo es para nosotros poner el cubo en el agua y sacarlo si queremos beber algo. El agua, simplemente no viene por sí misma, respondiendo a una mera invitación externa.

Cruciales como son estos pasajes del Evangelio de Juan, no sobrepasan en importancia otra enseñanza de Jesús en el mismo Evangelio con respecto a la incapacidad moral del hombre. Estoy pensando en la famosa conversación que Jesús tuvo con Nicodemo en Juan 3. Jesús dijo a Nicodemo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Jn. 3:3). Dos versículos después, Jesús repite la enseñanza: “De cierto, de cierto te digo, que el no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.”

Nos encontramos aquí con la frase clave el que no. Jesús está expresando enfáticamente una condición previa necesaria para la capacidad de cualquier ser humano de ver el reino de Dios y entrar en él. Esa enfática condición previa es el nuevo nacimiento espiritual. La idea reformada de la predestinación enseña que antes que una persona pueda escoger a Cristo, su corazón debe ser transformado. Debe nacer de nuevo. Las ideas no reformadas dicen que las personas caídas escogen primero a Cristo y luego nacen de nuevo. Aquí encontramos personas no regeneradas viendo el reino de Dios y entrando en él. En el momento en que una persona recibe a Cristo está en el reino. No se trata de creer primero, luego nacer de nuevo y después ser introducido en el reino. ¿Cómo puede alguien escoger un reino que no puede ver? ¿Cómo puede alguien entrar en el reino sin nacer de nuevo primero? Jesús estaba indicando la necesidad que tenía Nicodemo de nacer del Espíritu. El estaba aún en la carne. La carne sólo produce carne. La carne, dijo Jesús, para nada aprovecha. Como argüía Lutero: “Eso no significa un poco de algo.” Las ideas no reformadas dicen que las personas responden a Cristo sin haber nacido de nuevo. Están aún en la carne. Para las ideas no reformadas, la carne no sólo aprovecha para algo, aprovecha para lo más importante que una persona puede jamás obtener: la entrada en el reino creyendo en Cristo. Si una persona que está aún en la carne, que aún no ha nacido de nuevo por el poder del Espíritu Santo, puede inclinarse o disponerse hacia Cristo, ¿qué bien reporta el nuevo nacimiento? Este es el defecto fatal de las ideas no reformadas. No toman en serio la incapacidad moral del hombre, la impotencia moral de la carne.

Un punto cardinal de la teología reformada es la máxima: “La regeneración precede a la fe.” Nuestra naturaleza está tan corrompida, el poder del pecado es tan grande, que a menos que Dios haga una obra sobrenatural en nuestras almas, nunca escogeremos a Cristo. No creemos con objeto de nacer de nuevo; nacemos de nuevo con objeto de poder creer.

Es irónico que en el mismo capítulo, ciertamente en el mismo contexto, en el cual nuestro Señor enseña la absoluta necesidad del nuevo nacimiento para ver siquiera el reino, no digamos para escogerlo, las ideas no reformadas encuentran uno de sus principales textos de prueba para argumentar que el hombre caído retiene una pequeña isla de capacidad para escoger a Cristo. Es Juan 3:16: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”

¿Qué enseña este famoso versículo acerca de la capacidad del hombre caído para escoger a Cristo? La respuesta, simplemente, es nada. El argumento utilizado por los no reformados es que el texto enseña que toda persona en el mundo tiene capacidad para aceptar o rechazar a Cristo. Una cuidadosa observación del texto revela, sin embargo, que nada enseña al respecto. Lo que el texto enseña es que todo aquel que cree en Cristo será salvo. El que haga A (crea) recibirá B (vida eterna). El texto nada dice, absolutamente nada, acerca de quiénes creerán jamás. Nada dice acerca de la capacidad natural y moral del hombre caído. Los reformados y los no reformados están ambos sinceramente de acuerdo en que todos los que creen serán salvos. Están sinceramente en desacuerdo acerca de quién tiene la capacidad de creer. Algunos pueden responder: “Bien. El texto no enseña explícitamente que los hombres caídos tengan la capacidad de escoger a Cristo sin haber nacido de nuevo primero, pero ciertamente lo implica” No estoy dispuesto a conceder que el texto ni aun implique tal cosa. Sin embargo, aun en ese caso no haría ninguna diferencia en el debate. ¿Por qué no? Nuestra regla para interpretar la Escritura es que las implicaciones sacadas de la Escritura deben subordinarse siempre a la enseñanza explícita de la Escritura. Nunca, nunca, nunca debemos trastocar esto para subordinar la enseñanza explícita de la Escritura a posibles implicaciones sacadas de la Escritura. Esta regla es compartida tanto por los pensadores reformados como por los no reformados.

Si Juan 3:16 implicara una capacidad humana universal y natural de los hombres caídos para escoger a Cristo, entonces esa implicación sería eliminada por la enseñanza explícita de Jesús en sentido contrario. Hemos mostrado ya que Jesús enseñó de forma explícita y taxativa que nadie tiene la capacidad de ir a Él sin que Dios haga algo para darle esa capacidad, es decir, traerle. El hombre caído es carne. En la carne, nada puede hacer para agradar a Dios. Pablo declara: “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Ro. 8:7,8). Preguntamos, pues: “¿Quiénes son los que viven ’según la carne’?” Pablo continúa declarando: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros” (Ro. 8:9). La palabra crucial aquí es si. Lo que distingue a los que viven según la carne de los que no viven según la carne es la morada del Espíritu Santo. Dios el Espíritu Santo no mora en nadie que no haya nacido de nuevo. Los que viven según la carne no han nacido de nuevo. A menos que nazcan de nuevo primero, nazcan del Espíritu Santo, no pueden someterse a la ley de Dios. No pueden agradar a Dios.

Dios nos manda creer en Cristo. El se agrada en aquellos que escogen a Cristo. Si los no regenerados pudieran escoger a Cristo, entonces podrían someterse, al menos, a uno de los mandatos de Dios y podrían, al menos, hacer algo que es agradable a Dios. Si eso es así, entonces el apóstol ha errado aquí al insistir que los que viven según la carne no pueden someterse a Dios ni agradarle.

Concluimos que el hombre caído es aún libre de escoger lo que desee, pero debido a que sus deseos son solamente inicuos, carece de la capacidad moral para ir a Cristo. Tanto en cuanto permanezca en la carne, sin regenerar, nunca escogerá a Cristo. No puede escoger a Cristo precisamente porque no puede actuar contra su propia voluntad. No siente ningún deseo por Cristo. No puede escoger lo que no desea. Su caída es grande. Es tan grande que sólo la gracia eficaz de Dios obrando en su corazón puede llevarle a la fe.


Resumen
1. Al libre albedrío se le define como “la capacidad de hacer elecciones según nuestros deseos”.
2. El concepto de un “libre albedrío neutral”, una voluntad sin disposición o inclinación previa, es una idea falsa del libre albedrío. Es tanto irracional como antibíblica.
3. El verdadero libre albedrío implica una especie de autodeterminación, que difiere de la presión procedente de una fuerza externa.
4. Luchamos con las elecciones, en parte porque vivimos con deseos conflictivos y cambiantes.
5. El hombre caído tiene la capacidad natural de hacer elecciones, pero carece de la capacidad moral para hacer elecciones piadosas.
6. El hombre caído, como dijo san Agustín, tiene “libre albedrío” pero carece de “libertad”.
7. El pecado original no es el primer pecado, sino la condición pecaminosa que es el resultado del pecado de Adán y Eva.
8. El hombre caído es “incapaz de no pecar”.
9. Jesús enseñó que el hombre es incapaz de ir a El sin ayuda divina.
10. Antes que una persona pueda jamás escoger a Jesús, debe primero nacer de nuevo.