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La Predestinación y el libre albedrío

Autor: R.C. Sproul


La predestinación parece arrojar una sombra sobre el corazón mismo de la libertad humana. Si Dios ha decidido nuestros destinos desde toda la eternidad, esto sugiere fuertemente que nuestras elecciones libres no son sino charadas, ejercicios vacíos en una comedia predeterminada. Es como si Dios nos escribiera el guión en detalle, y nosotros estuviésemos llevando a cabo meramente la puesta en escena.

Para conseguir un asidero en la desconcertante relación entre la predestinación y el libre albedrío, debemos en primer lugar definir el libre albedrío. La definición misma es objeto de mucho debate. Probablemente, la definición más corriente dice que el libre albedrío es la capacidad de hacer elecciones sin ningún prejuicio, inclinación o disposición previos. Para que la voluntad sea libre, debe actuar desde una posición de neutralidad, sin prejuicio alguno en absoluto.

Aparentemente, esto resulta muy atractivo. No existen elementos represivos, ya sea interno o externo, que se hallen presentes. Bajo la superficie, sin embargo, hay dos graves problemas al acecho. Por una parte, si hacemos nuestras elecciones estrictamente desde una posición neutral, sin inclinación previa alguna, entonces hacemos las elecciones sin razón alguna. Si no tenemos razón alguna para nuestras elecciones, si nuestras elecciones son completamente espontáneas, entonces nuestras elecciones no tienen significado moral. Si una elección tiene lugar simplemente -surge porqué sí, sin ton ni son- entonces no puede ser juzgada buena o mala. Cuando Dios evalúa nuestras elecciones, Él está interesado en nuestros motivos.

Consideremos el caso de José y sus hermanos. Cuando José fue vendido a la esclavitud por sus hermanos, la providencia de Dios estaba actuando. Años más tarde, cuando José se reunió de nuevo con sus hermanos en Egipto, les declaró: “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien” (Gn. 50:20). El motivo fue aquí el factor decisivo que determinó si la acción era buena o mala. La implicación de Dios en el dilema de José fue buena; la implicación de los hermanos fue mala. Había una razón por la que los hermanos de José le vendieron a la esclavitud. Tenían una motivación mala. Su decisión no fue espontánea ni neutral. Estaban celosos de su hermano. Su elección de venderlo fue dictada por sus malos deseos.

El segundo problema que esta popular idea afronta no es tanto moral como racional. Si no existe una inclinación, deseo o tendencia, previos, ni motivación o razón para una elección, ¿cómo puede hacerse jamás una elección? Si la voluntad es totalmente neutral, ¿por qué habría de escoger la derecha o la izquierda? Es algo así como el problema que afrontó Alicia en el País de las Maravillas cuando llegó a una bifurcación en el camino. No sabía qué camino tomar. Vio al sonriente gato de Cheshire en el árbol. Le preguntó al gato: “¿Qué camino debería tomar?” El gato respondió: “¿A donde vas?” Alicia respondió: “No lo sé”. “Entonces”, respondió el gato de Cheshire, “no importa.”
Consideremos el dilema de Alicia. En realidad, ella tenía cuatro opciones donde escoger. Podía haber tomado el lado izquierdo de la bifurcación o el derecho. Podría haber escogido también regresar por el camino que había venido. O podría haber estado de pie fija en el lugar de indecisión hasta morir allí. Para dar un paso en cualquier dirección, ella necesitaría alguna motivación o inclinación para hacerlo. Sin alguna motivación o inclinación previa, la única opción sería permanecer allí y perecer.

Otra famosa ilustración del mismo problema se encuentra en la historia de la mula de voluntad neutral. La mula no tenía deseos previos, o deseos iguales en dos direcciones. Su propietario puso una cesta de avena a su izquierda y una cesta de trigo a su derecha. Si la mula no tenía deseo alguno por la avena o por el trigo, no escogería ninguno de los dos y moriría de inanición. Si tenía exactamente la misma disposición hacia la avena que hacia el trigo, aún moriría de inanición. Su igualada disposición la dejaría paralizada. No habría motivo alguno. Sin motivo, no habría elección. Sin elección, no habría alimento. Sin alimento, pronto no habría mula.

Debemos rechazar la teoría de la voluntad neutral no sólo por ser irracional, sino porque, como veremos, es radicalmente antibíblica. Los pensadores cristianos nos han dado dos importantísimas definiciones del libre albedrío. Consideraremos primero la definición ofrecida por Jonathan Edwards en su obra clásica On the freedom of the will (Sobre la libertad de la voluntad). Edwards definía la voluntad como “la mente escogiendo”. Antes de poder hacer elecciones morales, debemos tener primero alguna idea de qué es lo que estamos escogiendo. Nuestra selección se basa entonces sobre lo que la mente aprueba o rechaza. Nuestro entendimiento de los valores juega un papel crucial en nuestras decisiones. Mis inclinaciones y motivos, al igual que mis elecciones en sí, están moldeados por mi mente. Además, si la mente no está implicada, entonces se hace la elección por ninguna razón y sin razón alguna. Es, pues, un acto arbitrario y moralmente absurdo. El instinto y la elección son dos cosas diferentes.

Una segunda definición del libre albedrío es “la capacidad de escoger lo que queremos”. Esto se apoya en el importante fundamento del deseo humano. Tener libre albedrío es ser capaz de escoger conforme a nuestros deseos. Aquí el deseo juega un papel vital en cuanto a proveer una motivación o una razón para hacer una elección. Ahora viene la parte engañosa. Según Edwards, un ser humano no sólo es libre para escoger lo que desee, sino que debe escoger lo que desea, para ser capaz de escoger en absoluto. Lo que yo llamo ley de la elección de Edwards es esto: “La voluntad siempre escoge según su más fuerte inclinación en el momento.” Esto significa que toda elección es libre y toda elección está determinada.

Dije que esto era engañoso. Parece una flagrante contradicción decir que toda elección es libre y, sin embargo, que toda elección esté determinada. Pero “determinada” aquí no significa que algún agente externo fuerce la voluntad. Por el contrario, se refiere a nuestra motivación o deseo interno. En resumen, la ley es ésta: nuestras elecciones están determinadas por nuestros deseos. Continúan siendo nuestras elecciones porque están motivadas por nuestros propios deseos. Esto es lo que llamamos autodeterminación, que es la esencia de la libertad.

Piensa por un momento en tus propias elecciones. ¿Cómo y por qué las haces? En este mismo instante estás leyendo las páginas de este libro. ¿Por qué? ¿Tomaste este libro porque tenías interés en el tema de la predestinación, deseos de aprender más acerca de este complejo tema? Quizá. Puede ser que este libro se te haya dado a leer como una tarea. Quizá estés pensando: “No tengo deseos de leer esto en absoluto. Tengo que leerlo, y lo estoy haciendo de mala gana para satisfacer los deseos que otra persona tiene de que yo lo haga. En igualdad de circunstancias, nunca escogería leer este libro.”

Pero las circunstancias no son todas iguales, ¿verdad? Si estás leyendo esto por algún tipo de deber o para cumplir una petición, aún tienes que tomar una decisión acerca de cumplir la petición o no cumplirla. Es obvio que decidiste que te resultaba mejor o más deseable leer esto que dejarlo sin leer. De esto puedo estar seguro, pues de lo contrario no estarías leyéndolo ahora mismo.

Toda decisión que tomas la tomas por una razón. La próxima vez que vayas a un lugar público y escojas un asiento (en un teatro, clase, iglesia), pregúntate por qué estás sentado donde lo estás. Quizá sea el único asiento disponible, y prefieres sentarte en lugar de estar de pie. Quizá descubras que surge un modelo casi inconsciente en tus decisiones en cuanto a sentarte. Quizá descubras que, siempre que te es posible, te sientas hacia el frente de la sala o hacia el final. ¿Por qué? Quizá tenga que ver algo con tu vista. Quizá seas tímido o gregario. Puede que pienses que te sientas donde te sientas por ninguna razón, pero el asiento que escojas lo escogerás siempre por la inclinación más fuerte que tengas en el momento de la decisión. Esa inclinación puede ser meramente que el asiento más cercano está libre y no te gusta andar largas distancias para encontrar un lugar donde sentarte.

Tomar decisiones es un asunto complejo debido a que las opciones que afrontamos son con frecuencia muchas y variadas. Añadamos a eso que somos criaturas con muchos y variados deseos. Tenemos motivaciones diferentes y, a menudo, conflictivas. Considera el asunto de los helados. ¡Oh, qué problema tengo con los helados! Me gustan los helados. Si es posible ser adicto a los helados, entonces debo ser clasificado como un “helado-adicto”. Peso al menos siete kilos de más y estoy seguro de que al menos diez de los kilos que pesa mi cuerpo están ahí debido a los helados. Los helados prueban en mí los adagios: “Un segundo saboreando, y una vida lamentando”, y: “Los que mucho comen peso ponen”. Debido a los helados tengo que comprar las camisas holgadas.

Ahora bien, en igualdad de circunstancias, me gustaría tener un cuerpo delgado y esbelto. No me gusta que me queden estrechos los trajes y que las viejecitas me den palmaditas en el estómago. Dar palmaditas en el estómago parece una tentación irresistible para algunas personas. Sé que debo librarme de esos kilos de más. Tengo que dejar de comer helados. Así pues, me pongo a dieta. Me pongo a dieta porque quiero ponerme a dieta. Quiero perder peso. Deseo mejorar mi apariencia. Todo va bien hasta que alguien me invita a ir a Swenson’s. Swenson’s hace los mejores super helados del mundo. Sé que no debería ir a Swenson’s. Pero me gusta ir a Swenson’s. Cuando llega el momento de la decisión, me veo enfrentado con deseos conflictivos. Tengo deseos de estar delgado y tengo deseos de tomar helados. Cualquiera de los deseos que sea más fuerte al tiempo de la decisión es el deseo que escogeré. Es así de sencillo.

Consideremos ahora a mi esposa. Al prepararnos para celebrar nuestras bodas de plata, me doy cuenta que ella tiene exactamente el mismo peso que tenía el día que nos casamos. Su vestido de novia aún le queda perfectamente. No tiene grandes problemas con los helados. La mayoría de las heladerías sólo disponen de helados de vainilla, chocolate y fresas. Cualquiera de estos sabores hace que se me vuelva agua la boca, pero no suponen tentación alguna para mi esposa. ¡Ah! Pero ahí está Baskin Robbins. Ahí tienen nueces confitadas y helados de nata. Cuando vamos de paseo y pasamos por Baskin Robbins, a mi mujer le ocurre una extraña transformación. Aminora el paso, las manos se le vuelven pegajosas y casi puedo detectar el comienzo de la salivación. (Digo salivación, no salvación.) Ella experimenta ahora el conflicto de deseos que me asaltan a mí diariamente.

Siempre escogemos según nuestras inclinaciones más fuertes en el momento. Aun los actos externos de represión no pueden quitarnos totalmente la libertad. La represión implica actuar con algún tipo de fuerza, imponiendo elecciones a las personas que, por su propia cuenta, no harían. Ciertamente, no siento deseo alguno de pagar el tipo de impuestos que el gobierno me hace pagar. Puedo rehusar pagarlos, pero las consecuencias son menos deseables que pagarlos. Amenazándome con la cárcel, el gobierno puede imponerme su voluntad para que pague los impuestos.

O consideremos el caso de un robo a mano armada. Un hombre armado se me acerca y dice: “La cartera o la vida.” Con esto ha reducido mis opciones simplemente a dos. En igualdad de circunstancias, no tendría ningún deseo de donarle mi dinero. Existen instituciones benéficas mucho más dignas que él. Pero, de repente, mis deseos han cambiado como resultado de la presión externa que ha ejercido sobre mí. Está utilizando la fuerza para provocar ciertos deseos dentro de mí. Ahora debo escoger entre mi deseo de vivir y mi deseo de darle mi dinero. Lo mejor sería darle el dinero, porque si me mata, se llevará mi dinero en cualquier caso. Algunos rehusarían, diciendo: “Prefiero morir antes que escoger entregar mi dinero a este hombre armado. Tendrá que tomarlo de mi cadáver.”
En cualquier caso, se hace una elección. Y se hace según la inclinación más fuerte en ese momento. Piensa, si puedes, en alguna elección que hayas hecho jamás que no fuese según la inclinación más fuerte que tuvieras en el momento de la decisión. ¿Qué del pecado? Todo cristiano tiene algún deseo en su corazón de obedecer a Cristo. Amamos a Cristo y queremos agradarle. Sin embargo, todo cristiano peca. La cruda verdad es que en el momento de nuestro pecado deseamos el pecado más fuertemente de lo que deseamos obedecer a Cristo. Si siempre deseáramos obedecer a Cristo más que lo que deseamos pecar, nunca pecaríamos.

¿No enseña una cosa diferente el apóstol Pablo? ¿No nos relata una situación en la que él actúa contra sus deseos? Dice en Romanos: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Rom. 7:19). Aquí parece como si, bajo la inspiración de Dios el Espíritu Santo, Pablo está enseñando claramente que hay ocasiones en las que actúa contra su más fuerte inclinación.

Es extremadamente improbable que el apóstol nos esté dando aquí una revelación acerca de la actuación técnica de la voluntad. Por el contrario, está afirmando claramente lo que todos nosotros hemos experimentado. Todos tenemos deseos de huir del pecado. El síndrome de “en igualdad de circunstancias” está aquí en perspectiva. En igualdad de circunstancias, desearía ser perfecto. Querría librarme del pecado, exactamente como me gustaría librarme de mi exceso de peso. Pero mis deseos no permanecen constantes. Fluctúan. Cuando tengo el estómago lleno, es fácil seguir una dieta. Cuando tengo el estómago vacío, mi nivel de deseos cambia. Las tentaciones surgen con el cambio de mis deseos y apetitos. Entonces hago cosas que, en circunstancias normales, no querría hacer.

Pablo nos expone el conflicto tan real de los deseos humanos, deseos que resultan en malas elecciones. El cristiano vive en un campo de batalla de deseos conflictivos. El crecimiento cristiano implica el fortalecimiento de los deseos de agradar a Cristo acompañado del debilitamiento de los deseos de pecar. Pablo lo llamaba la lucha entre la carne y el Espíritu.

Decir que siempre escogemos según nuestra inclinación más fuerte en el momento es decir que siempre escogemos lo que queremos. En el momento mismo de la elección, estamos libres y autodeterminados. Estar autodeterminado no es lo mismo que determinismo. El determinismo significa que estamos forzados o presionados a hacer cosas por fuerzas externas. Las fuerzas externas pueden, como hemos visto, limitar severamente nuestras opciones, pero no pueden destruir la elección completamente. No pueden imponer delicia en cosas que odiamos. Cuando eso ocurre, cuando el odio se vuelve una delicia, es cuestión de persuasión, no de presión. No puedo ser forzado a hacer aquello que ya me produce deleite hacer.

La idea neutral del libre albedrío es imposible. Implica elección sin deseo. Es como tener un efecto sin una causa. Es algo que procede de nada, lo cual es irracional. La Biblia deja claro que escogemos por causa de nuestros deseos. Un deseo inicuo produce elecciones inicuas y acciones inicuas. Un deseo piadoso produce hechos piadosos. Jesús habló en términos de árboles malos produciendo frutos malos. Una higuera no produce manzanas, y un manzano no produce higos. Así también, los deseos rectos producen elecciones rectas, y los malos deseos producen elecciones malas.


Capacidad moral y natural
Jonathan Edwards hizo otra distinción que sirve para entender el concepto bíblico del libre albedrío. Él distinguía entre capacidad natural y capacidad moral. La capacidad natural tiene que ver con los poderes que recibimos como seres humanos naturales. Como ser humano, tengo la capacidad natural de pensar, andar, hablar, ver, oír y, sobre todo, hacer elecciones. Yo carezco de ciertas capacidades naturales. Otras criaturas pueden poseer la capacidad de volar sin la ayuda de máquinas. Yo no tengo esa capacidad natural. Podría desear elevarme en el aire como Superman, pero no tengo esa capacidad. La razón por la que no puedo volar no es debida a una deficiencia moral en mi carácter, sino porque mi Creador no me ha dado el equipamiento natural necesario para volar. No tengo alas.

La voluntad es una capacidad natural que nos ha sido dada por Dios. Tenemos todas las facultades naturales necesarias para hacer elecciones. Tenemos una mente y tenemos una voluntad. Tenemos la capacidad natural de escoger lo que deseamos. ¿Cuál es, pues, nuestro problema? Según la Biblia, la localización de nuestro problema está clara. Está en la naturaleza de nuestros deseos. Este es el punto focal de nuestra condición caída. La Escritura declara que el corazón del hombre caído abriga continuamente deseos que son solamente inicuos (Gn. 6:5).

La Biblia tiene mucho que decir acerca del corazón del hombre. En la Escritura, el corazón se refiere no tanto a un órgano que bombea la sangre a través del cuerpo como al centro del alma, el asiento más profundo de los afectos humanos. Jesús vio una estrecha relación entre la ubicación de los tesoros del hombre y los deseos de su corazón. Encuentra el mapa del tesoro de un hombre, y tendrás el camino a su corazón.

Edwards declaraba que el problema del hombre con respecto al pecado reside en su capacidad moral, o carencia de la misma. Antes que una persona pueda hacer una elección que sea agradable a Dios, debe tener primero el deseo de agradar a Dios. Antes que podamos encontrar a Dios, debemos tener primero el deseo de buscarle. Antes que podamos escoger el bien, debemos tener primero un deseo hacia el bien. Antes que podamos escoger a Cristo, debemos tener primero un deseo hacia Cristo. La esencia de todo el debate sobre la predestinación consiste plenamente en este punto: ¿Tiene el hombre caído, en y por sí mismo, un deseo natural por Cristo?

Edwards responde a esta pregunta con un enfático “¡NO!” Insiste que, en la Caída, el hombre perdió su deseo original hacia Dios. Cuando perdió ese deseo, algo ocurrió con su libertad. Perdió la capacidad moral de escoger a Cristo. Para escoger a Cristo, el pecador debe tener primero un deseo de escoger a Cristo. O bien tiene ya ese deseo dentro de sí, o debe recibir ese deseo de Dios. Edwards y todos los que abrazan la idea reformada de la predestinación están de acuerdo en que, si Dios no planta ese deseo en el corazón humano, nadie, por sí mismo, escogerá jamás libremente a Cristo. Los seres humanos rechazarán el Evangelio siempre y en todo lugar, precisamente porque no desean el Evangelio. Rechazarán a Cristo siempre y en todo lugar, porque no desean a Cristo. Rechazarán libremente a Cristo en el sentido de que actuarán conforme a sus deseos.

En este momento no estoy tratando de probar la verdad de la idea de Edwards. Hacer eso requiere una observación detenida del punto de vista bíblico de la capacidad o incapacidad moral del hombre. Haremos esto posteriormente. Debemos también responder la pregunta: “Si el hombre carece de capacidad moral para escoger a Cristo, ¿cómo puede Dios hacerle responsable de no escoger a Cristo? Si el hombre nace en un estado de incapacidad moral, sin deseo alguno por Cristo, ¿no tiene entonces Dios la culpa de que los hombres no escojan a Cristo? Una vez más ruego al lector que tenga paciencia, con la promesa de que consideraré pronto estas importantes cuestiones.


La idea de san Agustín acerca de la libertad
Al igual que Edwards hizo una distinción crucial entre la capacidad natural y la capacidad moral, así también Agustín, antes que él, hizo una distinción similar. Agustín encaró el problema diciendo que el hombre caído tiene libre albedrío, pero carece de libertad. A primera vista, parece una extraña distinción. ¿Cómo puede alguien tener libre albedrío y, sin embargo, no tener libertad?

Agustín estaba yendo a parar a lo mismo que Edwards. El hombre caído no ha perdido su capacidad para hacer elecciones. El pecador es capaz aún de escoger lo que quiere; puede actuar aún según sus deseos. Sin embargo, debido a que sus deseos son corruptos, no tiene la libertad real de los que son liberados para justicia. El hombre caído se halla en un grave estado de esclavitud moral. Ese estado de esclavitud se llama pecado original.

El pecado original es un tema muy difícil que prácticamente toda denominación cristiana ha tenido que afrontar. La Caída del hombre se enseña tan claramente en la Escritura que no podemos construir una idea del hombre sin tomarla en consideración. Hay pocos cristianos, si es que los hay, que argumenten que el hombre no está caído. Sin reconocer que estamos caídos, no podemos reconocer que somos pecadores. Si no reconocemos que somos pecadores, difícilmente podemos acudir a Cristo como nuestro Salvador. Admitir nuestra condición caída es un requisito previo para ir a Cristo.

Es posible admitir que estamos caídos sin abrazar alguna doctrina del pecado original, pero sólo con severas dificultades en el proceso. No es por accidente que casi todos los colectivos cristianos han formulado alguna doctrina del pecado original. En este punto hay multitudes de cristianos que están en desacuerdo. Estamos de acuerdo en que debemos tener una doctrina del pecado original, pero aún hay mucho desacuerdo en cuanto al concepto del pecado original y su extensión.
Comencemos afirmando lo que no es el pecado original. El pecado original no es el primer pecado. El pecado original no se refiere específicamente al pecado de Adán y Eva. El pecado original se refiere al resultado del pecado de Adán y Eva. El pecado original es el castigo dado por Dios al primer pecado. Es más o menos lo siguiente: Adán y Eva pecaron. Ese es el primer pecado. Como resultado de su pecado, la humanidad se hundió en la ruina moral. La naturaleza humana sufrió una caída moral. Las cosas cambiaron para nosotros después de cometerse el primer pecado. La raza humana se volvió corrupta. Esta corrupción subsiguiente es lo que la Iglesia llama pecado original.

El pecado original no es un acto pecaminoso específico. Es una condición de pecado. El pecado original se refiere a una naturaleza de pecado, de la cual fluyen actos pecaminosos en particular. Es decir, cometemos pecados porque está en nuestra naturaleza pecar. El pecar no estaba en la naturaleza original del hombre pero, tras la Caída, su naturaleza moral cambió. Ahora, debido al pecado original, tenemos una naturaleza caída y corrupta. El hombre caído, como declara la Biblia, nace en pecado. Está “bajo” el pecado. Por naturaleza somos hijos de ira. No nacemos en un estado de inocencia.

John Gerstner fue invitado una vez a predicar en una iglesia local presbiteriana. Fue saludado en la puerta por los ancianos de la iglesia, quienes explicaron que el orden de culto para el día incluía la administración del sacramento del bautismo infantil. El Dr. Gerstner accedió a realizar el culto. Entonces uno de los ancianos explicó una tradición especial de la iglesia. Pidió al Dr. Gerstner que presentara una rosa blanca a cada uno de los padres del niño antes del bautismo. El Dr. Gerstner inquirió acerca del significado de la rosa blanca. El anciano respondió: “Presentamos la rosa blanca como símbolo de la inocencia del niño delante de Dios.” “Ya veo”, respondió el Dr. Gerstner. “¿Y qué simboliza el agua?”. Imagínate la consternación del anciano cuando trató de explicar el propósito simbólico de lavar el pecado de bebés inocentes. La confusión de esta congregación no es única. Cuando reconocemos que los infantes no son culpables de cometer actos específicos de pecado, es fácil precipitarse a la conclusión de que, por tanto, son inocentes. Este es un gran salto teológico hacia un montón de espadas. Aunque el infante es inocente de actos específicos de pecado, aún es culpable del pecado original. Para entender la idea reformada de la predestinación, es absolutamente necesario entender la idea reformada del pecado original. Los dos asuntos están en pie o caen juntos (no pretendo con esto hacer un juego de palabras).

La idea reformada sigue el pensamiento de Agustín. Agustín explica el estado de Adán antes de la Caída y el estado de la humanidad tras la Caída. Antes de la Caída, Adán gozaba de dos posibilidades: tenía la capacidad de pecar y la capacidad de no pecar. Tras la Caída, Adán tenía la capacidad de pecar y la incapacidad de no pecar. La idea de la “incapacidad de no” nos resulta un poco confusa, porque en español es una doble negación. La fórmula latina de Agustín era nonposse nonpeccare. Expresado de otra manera, significa que, tras la Caída, el hombre era moralmente incapaz de vivir sin pecado. La capacidad de vivir sin pecado se perdió en la Caída. Esta incapacidad moral es la esencia de lo que llamamos pecado original.

Cuando nacemos de nuevo, se alivia nuestra esclavitud al pecado. Después de ser vivificados en Cristo, tenemos una vez más la capacidad de pecar y la capacidad de no pecar. En el cielo tendremos la incapacidad de pecar. Observemos esto con un diagrama:

El hombre antes de la caída / el hombre tras la caída
Capaz de pecar / capaz de pecar
Capaz de no pecar / incapaz de no pecar

El hombre nacido de nuevo / el hombre glorificado
Capaz de pecar /capaz de no pecar
Capaz de no pecar / incapaz de pecar


El diagrama muestra que el hombre antes de la Caída, tras la Caída y después de nacer de nuevo es capaz de pecar. Antes de la Caída es capaz de no pecar. Esta capacidad, la capacidad de no pecar, está perdida en la Caída. Se restaura cuando una persona nace de nuevo y continúa en el cielo. En la creación, el hombre no sufría una incapacidad moral. La incapacidad moral es un resultado de la Caída. Para expresarlo de otra manera: antes de la Caída, el hombre era capaz de refrenarse de pecar; después de la Caída el hombre ya no era capaz de refrenarse de pecar. Eso es lo que llamamos el pecado original. Esta incapacidad moral o esclavitud moral es vencida por el nuevo nacimiento espiritual. El nuevo nacimiento nos libera del pecado original. Antes del nuevo nacimiento, aún tenemos una voluntad libre, pero no tenemos esta liberación del poder del pecado, lo que Agustín llamaba “libertad”.

La persona que nace de nuevo puede aún pecar. La capacidad de pecar no es eliminada hasta que seamos glorificados en el cielo. Tenemos la capacidad de pecar, pero ya no estamos bajo la esclavitud del pecado original. Hemos sido liberados. Esto, por supuesto, no significa que ahora vivamos vidas perfectas. Aún pecamos. Pero nunca podemos decir que pecamos debido a que eso es lo único que nuestras naturalezas caídas tienen la capacidad de hacer.


La idea de Jesús acerca de la capacidad moral
Hemos bosquejado brevemente las ideas de Jonathan Edwards y san Agustín acerca del tema de la incapacidad moral. Pienso que son útiles, y también estoy persuadido que son correctas. Sin embargo, a pesar de su autoridad como grandes teólogos, ninguno de ellos puede demandar de nosotros nuestra sumisión absoluta a su enseñanza. Ambos son falibles. Para el cristiano, la enseñanza de Jesús es otro asunto. Para nosotros, y para cualquier otro también, si Jesús es ciertamente el Hijo de Dios, la enseñanza de Jesús debe ligar nuestras conciencias. Su enseñanza acerca de la cuestión de la capacidad moral del hombre es definitiva. Una de las enseñanzas más importantes de Jesús acerca de este asunto se encuentra en el Evangelio de Juan. “Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre” (Jn. 6:65).

Observemos atentamente este versículo. El primer elemento de esta enseñanza es una negación universal. La palabra “ninguno” incluye a todos. No permite excepción alguna aparte de las excepciones que añade Jesús. La siguiente palabra es crucial. Es la palabra puede. Esto tiene que ver con capacidad, no con permiso. En este pasaje, Jesús no está diciendo: “A nadie se le permite venir a mí…” Está diciendo: “Ninguno es capaz de venir a mí…”

La siguiente palabra en el pasaje es también vital. “Si no” se refiere a lo que llamamos una condición necesaria. Una condición necesaria se refiere a algo que debe ocurrir antes que pueda ocurrir otra cosa. El significado de las palabras de Jesús es claro. No es posible que un ser humano venga a Cristo si no ocurre algo que haga posible que venga. Esa condición necesaria Jesús declara ser: “le fuere dado del Padre.” Jesús está diciendo aquí que la capacidad para ir a él es un don de Dios. El hombre no tiene la capacidad, en y por sí mismo, de ir a Cristo. Dios debe hacer algo antes.
El pasaje enseña esto al menos: no está dentro de la capacidad natural del hombre caído el ir a Cristo por sí mismo, sin alguna clase de asistencia divina. Hasta aquí, al menos, Edwards y Agustín están totalmente de acuerdo con la enseñanza de nuestro Señor. La cuestión que permanece aún es ésta: ¿Da Dios la capacidad de ir a Jesús a todos los hombres? La idea reformada de la predestinación dice que no. Algunas otras ideas acerca de la predestinación dicen que sí. Pero una cosa es cierta; el hombre no puede hacerlo por sus propias fuerzas sin alguna clase de ayuda por parte de Dios. ¿Qué clase de ayuda se requiere? ¿Hasta dónde debe ir Dios para vencer nuestra incapacidad natural para ir a Cristo? Encontramos una pista en otro lugar del mismo capítulo. En efecto, hay otras dos afirmaciones hechas por Jesús que hacen referencia directamente a esta cuestión.

Un poco antes en el capítulo 6 del Evangelio de Juan, Jesús hace una afirmación similar. Dice: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere” (Jn. 6:44). La palabra clave aquí es trajere. ¿Qué significa que el Padre traiga a las personas a Cristo? He oído a menudo explicar este texto diciendo que el Padre debe galantear o seducir a los hombres para llevarlos a Cristo. A menos que este galanteo tenga lugar, nadie irá a Cristo. Sin embargo, el hombre tiene la capacidad de resistir este galanteo y rehusar la seducción. El galanteo, si bien es necesario, no es compulsivo. En el lenguaje filosófico, esto significaría que la atracción de Dios es una condición necesaria pero no una condición suficiente para llevar a los hombres a Cristo. En lenguaje más sencillo, significa que no podemos ir a Cristo sin el galanteo, pero que el galanteo no garantiza que, en realidad, vayamos a Cristo.

Estoy persuadido de que la explicación anterior, que es tan popular, es incorrecta. Hace violencia al texto de la Escritura, particularmente al significado bíblico de la palabra traer. La palabra griega que se utiliza es elko. El Theological Dictionary of the New Testament de Kittel la define diciendo que significa compeler mediante superioridad irresistible. Lingüística y lexicográficamente, la palabra significa “compeler”.

Compeler es un concepto mucho más fuerte que galantear. Para ver esto más claramente, observemos por un momento otros dos pasajes en el Nuevo Testamento donde se utiliza la misma palabra griega. En Santiago 2:6 leemos: “Pero vosotros habéis afrentado al pobre. ¿No os oprimen los ricos y no son ellos los mismos que os arrastran a los tribunales?” Adivina qué palabra en este pasaje es la misma palabra griega que en otro lugar se traduce por la palabra española traer. Es la palabra arrastrar. Reemplacemos ahora la palabra galantear en el texto. Entonces se leería de la siguiente manera: “¿No os oprimen los ricos y no son ellos los mismos que os galantean a los tribunales?”

La misma palabra ocurre en Hechos 16:19. “Viendo sus amos que había desaparecido la esperanza de su ganancia, prendieron a Pablo y a Silas, y los arrastraron hasta la plaza pública, ante las autoridades” (RVR 77). Una vez más, intenta sustituir la palabra galantear por la palabra arrastrar. Pablo y Silas no fueron arrestados y luego galanteados para que fuesen a la plaza.

En cierta ocasión se me pidió debatir la doctrina de la predestinación en un foro público en un seminario arminiano. Mi oponente era el titular del departamento de Nuevo Testamento del seminario. En un punto crucial en el debate fijamos nuestra atención en el pasaje acerca del Padre trayendo a la gente. Mi oponente fue el que sacó a colación el pasaje como texto de prueba para apoyar su pretensión de que Dios nunca fuerza o compele a nadie a ir a Cristo. Insistía que la influencia divina sobre el hombre caído estaba restringida a traer, lo cual interpretaba como queriendo decir galantear. En ese punto del debate le remití rápidamente a Kittel y a los otros pasajes en el Nuevo Testamento que traducen la palabra arrastrar. Estaba seguro de haberle puesto en un aprieto. Estaba seguro de que se había metido en una dificultad insoluble para su propia posición. Pero me sorprendió. Me tomó completamente descuidado. Nunca olvidaré aquel momento angustioso cuando citó una referencia de un oscuro poeta griego en el cual se utilizaba la misma palabra griega para describir la acción de sacar agua de un pozo. Me miró y dijo: “Bueno, profesor Sproul, ¿arrastra uno agua de un pozo?” Instantáneamente, la audiencia soltó una carcajada ante esta sorprendente revelación del significado alternativo de la palabra griega. Me quedé parado con cara de tonto. Cuando cesaron las carcajadas respondí: “No, señor. Debo admitir que no arrastramos agua de un pozo. Pero ¿cómo sacamos el agua de un pozo? ¿La galanteamos? ¿Nos ponemos de pie encima del pozo y gritamos: ‘Agua, agua, agua, ven aquí’?” Es tan necesario que Dios venga a nuestros corazones para volvernos a Cristo como lo es para nosotros poner el cubo en el agua y sacarlo si queremos beber algo. El agua, simplemente no viene por sí misma, respondiendo a una mera invitación externa.

Cruciales como son estos pasajes del Evangelio de Juan, no sobrepasan en importancia otra enseñanza de Jesús en el mismo Evangelio con respecto a la incapacidad moral del hombre. Estoy pensando en la famosa conversación que Jesús tuvo con Nicodemo en Juan 3. Jesús dijo a Nicodemo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Jn. 3:3). Dos versículos después, Jesús repite la enseñanza: “De cierto, de cierto te digo, que el no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.”

Nos encontramos aquí con la frase clave el que no. Jesús está expresando enfáticamente una condición previa necesaria para la capacidad de cualquier ser humano de ver el reino de Dios y entrar en él. Esa enfática condición previa es el nuevo nacimiento espiritual. La idea reformada de la predestinación enseña que antes que una persona pueda escoger a Cristo, su corazón debe ser transformado. Debe nacer de nuevo. Las ideas no reformadas dicen que las personas caídas escogen primero a Cristo y luego nacen de nuevo. Aquí encontramos personas no regeneradas viendo el reino de Dios y entrando en él. En el momento en que una persona recibe a Cristo está en el reino. No se trata de creer primero, luego nacer de nuevo y después ser introducido en el reino. ¿Cómo puede alguien escoger un reino que no puede ver? ¿Cómo puede alguien entrar en el reino sin nacer de nuevo primero? Jesús estaba indicando la necesidad que tenía Nicodemo de nacer del Espíritu. El estaba aún en la carne. La carne sólo produce carne. La carne, dijo Jesús, para nada aprovecha. Como argüía Lutero: “Eso no significa un poco de algo.” Las ideas no reformadas dicen que las personas responden a Cristo sin haber nacido de nuevo. Están aún en la carne. Para las ideas no reformadas, la carne no sólo aprovecha para algo, aprovecha para lo más importante que una persona puede jamás obtener: la entrada en el reino creyendo en Cristo. Si una persona que está aún en la carne, que aún no ha nacido de nuevo por el poder del Espíritu Santo, puede inclinarse o disponerse hacia Cristo, ¿qué bien reporta el nuevo nacimiento? Este es el defecto fatal de las ideas no reformadas. No toman en serio la incapacidad moral del hombre, la impotencia moral de la carne.

Un punto cardinal de la teología reformada es la máxima: “La regeneración precede a la fe.” Nuestra naturaleza está tan corrompida, el poder del pecado es tan grande, que a menos que Dios haga una obra sobrenatural en nuestras almas, nunca escogeremos a Cristo. No creemos con objeto de nacer de nuevo; nacemos de nuevo con objeto de poder creer.

Es irónico que en el mismo capítulo, ciertamente en el mismo contexto, en el cual nuestro Señor enseña la absoluta necesidad del nuevo nacimiento para ver siquiera el reino, no digamos para escogerlo, las ideas no reformadas encuentran uno de sus principales textos de prueba para argumentar que el hombre caído retiene una pequeña isla de capacidad para escoger a Cristo. Es Juan 3:16: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”

¿Qué enseña este famoso versículo acerca de la capacidad del hombre caído para escoger a Cristo? La respuesta, simplemente, es nada. El argumento utilizado por los no reformados es que el texto enseña que toda persona en el mundo tiene capacidad para aceptar o rechazar a Cristo. Una cuidadosa observación del texto revela, sin embargo, que nada enseña al respecto. Lo que el texto enseña es que todo aquel que cree en Cristo será salvo. El que haga A (crea) recibirá B (vida eterna). El texto nada dice, absolutamente nada, acerca de quiénes creerán jamás. Nada dice acerca de la capacidad natural y moral del hombre caído. Los reformados y los no reformados están ambos sinceramente de acuerdo en que todos los que creen serán salvos. Están sinceramente en desacuerdo acerca de quién tiene la capacidad de creer. Algunos pueden responder: “Bien. El texto no enseña explícitamente que los hombres caídos tengan la capacidad de escoger a Cristo sin haber nacido de nuevo primero, pero ciertamente lo implica” No estoy dispuesto a conceder que el texto ni aun implique tal cosa. Sin embargo, aun en ese caso no haría ninguna diferencia en el debate. ¿Por qué no? Nuestra regla para interpretar la Escritura es que las implicaciones sacadas de la Escritura deben subordinarse siempre a la enseñanza explícita de la Escritura. Nunca, nunca, nunca debemos trastocar esto para subordinar la enseñanza explícita de la Escritura a posibles implicaciones sacadas de la Escritura. Esta regla es compartida tanto por los pensadores reformados como por los no reformados.

Si Juan 3:16 implicara una capacidad humana universal y natural de los hombres caídos para escoger a Cristo, entonces esa implicación sería eliminada por la enseñanza explícita de Jesús en sentido contrario. Hemos mostrado ya que Jesús enseñó de forma explícita y taxativa que nadie tiene la capacidad de ir a Él sin que Dios haga algo para darle esa capacidad, es decir, traerle. El hombre caído es carne. En la carne, nada puede hacer para agradar a Dios. Pablo declara: “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Ro. 8:7,8). Preguntamos, pues: “¿Quiénes son los que viven ’según la carne’?” Pablo continúa declarando: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros” (Ro. 8:9). La palabra crucial aquí es si. Lo que distingue a los que viven según la carne de los que no viven según la carne es la morada del Espíritu Santo. Dios el Espíritu Santo no mora en nadie que no haya nacido de nuevo. Los que viven según la carne no han nacido de nuevo. A menos que nazcan de nuevo primero, nazcan del Espíritu Santo, no pueden someterse a la ley de Dios. No pueden agradar a Dios.

Dios nos manda creer en Cristo. El se agrada en aquellos que escogen a Cristo. Si los no regenerados pudieran escoger a Cristo, entonces podrían someterse, al menos, a uno de los mandatos de Dios y podrían, al menos, hacer algo que es agradable a Dios. Si eso es así, entonces el apóstol ha errado aquí al insistir que los que viven según la carne no pueden someterse a Dios ni agradarle.

Concluimos que el hombre caído es aún libre de escoger lo que desee, pero debido a que sus deseos son solamente inicuos, carece de la capacidad moral para ir a Cristo. Tanto en cuanto permanezca en la carne, sin regenerar, nunca escogerá a Cristo. No puede escoger a Cristo precisamente porque no puede actuar contra su propia voluntad. No siente ningún deseo por Cristo. No puede escoger lo que no desea. Su caída es grande. Es tan grande que sólo la gracia eficaz de Dios obrando en su corazón puede llevarle a la fe.


Resumen
1. Al libre albedrío se le define como “la capacidad de hacer elecciones según nuestros deseos”.
2. El concepto de un “libre albedrío neutral”, una voluntad sin disposición o inclinación previa, es una idea falsa del libre albedrío. Es tanto irracional como antibíblica.
3. El verdadero libre albedrío implica una especie de autodeterminación, que difiere de la presión procedente de una fuerza externa.
4. Luchamos con las elecciones, en parte porque vivimos con deseos conflictivos y cambiantes.
5. El hombre caído tiene la capacidad natural de hacer elecciones, pero carece de la capacidad moral para hacer elecciones piadosas.
6. El hombre caído, como dijo san Agustín, tiene “libre albedrío” pero carece de “libertad”.
7. El pecado original no es el primer pecado, sino la condición pecaminosa que es el resultado del pecado de Adán y Eva.
8. El hombre caído es “incapaz de no pecar”.
9. Jesús enseñó que el hombre es incapaz de ir a El sin ayuda divina.
10. Antes que una persona pueda jamás escoger a Jesús, debe primero nacer de nuevo.

La Predestinación y la Soberanía de Dios

Autor: R. C. Sproul


En nuestro conflicto a lo largo de la doctrina de la predestinación, debemos comenzar con una clara comprensión de lo que significa la palabra. Aquí afrontamos dificultades inmediatamente. Nuestra definición está a menudo influida por nuestra doctrina. Podríamos esperar que si recurriéramos a una fuente neutral para nuestra definición -una fuente como el diccionario de Webster- evitaríamos tal prejuicio. No tenemos tal suerte. (O, debiera decir, tal providencia.) Consideremos los siguientes artículos en el Webster’s New Collegiate Dictionary.

Predestinado: destinado o determinado de antemano; preordenado a una suerte o destino terrenal o eterno por decreto divino.

Predestinación: la doctrina de que Dios, consecuentemente con su presciencia de todos los eventos, guía infaliblemente a los que están destinados para salvación.

Predestinar: destinar, decretar, determinar, designar o establecer de antemano.

No estoy seguro de cuánto podemos aprender de estas definiciones del diccionario, aparte de que Noah Webster debe de haber sido luterano. Lo que podemos deducir, sin embargo, es que la predestinación tiene algo que ver con relación a nuestro destino final, y que algo se hace acerca de ese destino por parte de alguien antes que neguemos allí. El pre de predestinación se refiere al tiempo. Webster habla de “antemano”. Destino se refiere al lugar a donde vamos, como vemos en el uso normal de la palabra destino.

Cuando llamo a mi agente de viajes para reservar un vuelo, pronto surge la pregunta: “¿Cuál es su destino?” A veces, la pregunta se expresa de forma más simple: “¿A donde va usted?” Nuestro destino es el lugar a donde vamos. En teología se refiere a uno de dos lugares; o bien vamos al cielo, o vamos al infierno. En cualquiera de los dos casos no podemos cancelar el viaje. Dios sólo nos da dos opciones finales. La una o la otra es nuestro destino final. Aun el catolicismo romano, que tiene otro lugar al otro lado de la tumba, el purgatorio, considera éste como una parada intermedia a lo largo del viaje. Sus viajeros siguen la ruta local, mientras que los protestantes prefieren la ruta directa.

Lo que la predestinación significa, en su forma más elemental, es que nuestro destino final, el cielo o el infierno, está decidido por Dios no sólo antes de llegar allí, sino aun antes de que nazcamos. Nos enseña que nuestro destino final está en las manos de Dios. Otra forma de decirlo es ésta: Desde toda la eternidad, antes de que viviésemos, Dios decidió salvar a algunos miembros de la raza humana y dejar que el resto de la raza humana pereciera. Dios hizo una elección: escogió algunos individuos para ser salvados y gozar de eterna bienaventuranza en el cielo, y escogió pasar por alto a otros, dejarles seguir las consecuencias de sus pecados en el tormento eterno del infierno.

Esta es una afirmación dura, cualquiera que sea la forma en que la enfoquemos. Nos preguntamos: “¿Tienen algo que ver nuestras vidas individuales con la decisión de Dios? Aun cuando Dios haga su elección antes de que nazcamos, Él conoce aun todo acerca de nuestras vidas antes que las vivamos. ¿Toma Él en consideración ese conocimiento previo de nosotros cuando toma su decisión?” La forma en que respondamos a esa última pregunta determinará si nuestra idea de la predestinación es reformada o no. Recordemos que anteriormente afirmamos que prácticamente todas las iglesias tienen alguna doctrina de la predestinación. La mayoría de las iglesias está de acuerdo en que la decisión de Dios es tomada antes que nazcamos. La cuestión radica en la pregunta: “¿Sobre qué base toma Dios esa decisión?”

Antes de comenzar a responder eso, debemos clarificar un punto más. Frecuentemente, la gente piensa acerca de la predestinación con respecto a cuestiones cotidianas acerca de accidentes de tráfico y cosas parecidas. Se preguntan si Dios decretó que los yanquis ganaran el campeonato mundial o si el árbol cayó sobre su automóvil por un decreto divino. Aun las pólizas de seguros tienen cláusulas que se refieren a los “actos de Dios”.

Cuestiones como éstas se tratan normalmente en teología bajo el epígrafe de la Providencia. Nuestro estudio enfoca la predestinación en el sentido estricto, restringiéndola a la cuestión final de la salvación o condenación predestinadas, lo que llamamos elección y reprobación. Las otras cuestiones son interesantes e importantes, pero están fuera de los límites de este libro.


LA SOBERANÍA DE DIOS.
En la mayoría de las discusiones acerca de la predestinación, existe una gran preocupación acerca de proteger la dignidad y libertad del hombre. Debemos también observar la importancia crucial de la soberanía de Dios. Si bien Dios no es una criatura, Él es personal, con una dignidad y libertad supremas. Somos conscientes de los intrincados problemas que rodean la relación entre la soberanía de Dios y la libertad humana. Debemos también ser conscientes de la estrecha relación entre la soberanía y la libertad de Dios. La libertad de un soberano es siempre mayor que la libertad de sus súbditos.

Cuando hablamos de la soberanía divina, estamos hablando acerca de la autoridad de Dios y el poder de Dios. Como soberano, Dios es la suprema autoridad del cielo y la Tierra. Toda otra autoridad es una autoridad inferior. Cualquier otra autoridad que exista en el universo se deriva y es dependiente de la autoridad de Dios. Todas las demás formas de autoridad existen bien por el mandato de Dios o con el permiso de Dios.

La palabra autoridad contiene dentro de sí la palabra autor. Dios es el autor de todas las cosas sobre las cuales tiene autoridad. Él creó el universo. Es el propietario del universo. Su propiedad le da ciertos derechos. Puede hacer con su universo lo que agrade a su santa voluntad. Asimismo todo poder en el universo fluye del poder de Dios. Todo poder en este universo está subordinado a Él. Aun Satanás carece de poder sin el soberano permiso de Dios para actuar.

El cristianismo no es dualismo. No creemos en dos poderes finales iguales entablando una lucha eterna por la supremacía. Si Satanás fuese igual a Dios, no tendríamos confianza ni esperanza alguna de que el bien triunfase sobre el mal. Estaríamos destinados a un eterno equilibrio entre dos fuerzas iguales y opuestas. Satanás es una criatura. Sin duda, es malvado, pero aun su maldad está sometida a la soberanía de Dios, como lo está nuestra propia maldad. La autoridad de Dios es final; su poder es omnipotente. Él es soberano.

Uno de mis deberes como profesor de seminario es enseñar la teología de la Confesión de Fe de Westminster. La Confesión de Westminster ha sido el documento confesional central del presbiterianismo histórico. Expresa las doctrinas clásicas de la Iglesia Presbiteriana.

En cierta ocasión, mientras enseñaba en este curso, anuncié a mi clase nocturna que la siguiente semana estudiaríamos la sección de la confesión que trata de la predestinación. Puesto que la clase nocturna estaba abierta al público, mis estudiantes se precipitaron a invitar a sus amigos para la jugosa discusión. La siguiente semana la clase estaba abarrotada de estudiantes e invitados. Comencé la clase leyendo los primeros renglones del capítulo 3 de la Confesión de Westminster:

Dios, desde la eternidad, por el sabio y santo consejo de su voluntad, ordenó libre e inalterablemente todo lo que sucede.

Detuve la lectura en ese punto. Pregunté: “¿Hay alguien en esta clase que no crea las palabras que acabo de leer?” Se levantó una multitud de manos. Entonces pregunté: “¿Hay algunos ateos convencidos en la habitación?” Ninguna mano se levantó. Entonces dije algo ofensivo: ‘Todos los que levantaron la mano a la primera pregunta deberían haber levantado la mano a la segunda pregunta.” Mi afirmación fue recibida por un coro de murmullos y protestas. ¿Cómo podía yo acusar a alguien de ateísmo por no creer que Dios preordena todo lo que sucede? Los que protestaron contra estas palabras no estaban negando la existencia de Dios. No estaban protestando contra el cristianismo. Estaban protestando contra el calvinismo.

Traté de explicar a la clase que la idea de que Dios preordena todo lo que sucede no es una idea peculiar al calvinismo. No es ni siquiera peculiar al cristianismo. Es simplemente un principio del teísmo: un principio necesario del teísmo. Que Dios, en algún sentido, preordena todo lo que sucede es un resultado necesario de su soberanía. En sí mismo no arguye a favor del calvinismo. Solamente declara que Dios es absolutamente soberano sobre su creación. Dios puede preordenar las cosas de diferentes maneras. Pero todo lo que sucede debe, al menos, suceder con su permiso. Si Él permite algo, entonces debe decidir permitirlo. Si decide permitir algo, entonces en un sentido lo está preordenando. ¿Quién, entre los cristianos, argumentaría que Dios no podría impedir que ocurriese algo en este mundo? Si Dios así lo desea, tiene poder para parar el mundo entero.

Decir que Dios preordena todo lo que sucede es decir simplemente que Dios es soberano sobre toda su creación. Si algo pudiera suceder aparte de su permiso soberano, entonces lo que sucediese frustraría su soberanía. Si Dios rehusara permitir que algo sucediera y sucediese a pesar de todo, entonces cualquiera que fuese lo que lo hizo suceder tendría más autoridad y poder que Dios mismo. Si hay alguna parte de la creación fuera de la soberanía de Dios, entonces Dios, simplemente, no es soberano. Si Dios no es soberano, entonces Dios no es Dios.

Si hay una sola molécula en este universo que esté suelta y totalmente libre de la soberanía de Dios, entonces no tenemos garantía de que ni una sola promesa de Dios se cumpla jamás. Quizá esa molécula indómita destruya los grandes y gloriosos planes que Dios ha hecho y nos ha prometido. Si un grano de arena en el riñón de Oliver Cromwell cambió el curso de la historia de Inglaterra, así nuestra indómita molécula podría cambiar el curso de toda la historia de la redención. Es posible que una molécula sea lo que le impida a Cristo regresar.

Hemos oído la historia: Por falta de un clavo se perdió la herradura; por falta de la herradura se perdió el caballo; por falta del caballo se perdió el jinete; por falta del jinete se perdió la batalla; por falta de la batalla se perdió la guerra. Recuerdo mi angustia cuando oí que Bill Vukovich, el mejor piloto de su época, se mató en un accidente en las 500 millas de Indianápolis. Posteriormente se descubrió que el fallo se debió a un pasador que costaba 10 centavos. Bill Vukovich controlaba de manera asombrosa los coches de carreras. Era un magnífico conductor. Sin embargo, no era soberano. Una pieza de ínfimo valor le costó la vida. Dios no tiene que preocuparse de que haya pasadores de 10 centavos que arruinen sus planes. No existen moléculas indómitas moviéndose libremente. Dios es soberano. Dios es Dios.

Mis estudiantes comenzaron a ver que la soberanía divina no es un asunto peculiar al calvinismo, ni siquiera al cristianismo. Sin soberanía, Dios no puede ser Dios. Si rechazamos la soberanía divina, entonces debemos abrazar el ateísmo. Este es el problema que todos afrontamos. Debemos aferrarnos con todas nuestras fuerzas a la soberanía de Dios. Sin embargo, debemos hacerlo de tal manera que no violemos la libertad humana.

En este punto debería hacer para el lector lo que hice para mis estudiantes en la clase nocturna: Terminar la declaración de la Confesión de Westminster. La declaración completa dice lo siguiente:

“Dios, desde la eternidad, por el sabio y santo consejo de su voluntad, ordenó libre e inalterablemente todo lo que sucede; y sin embargo, de tal manera que ni Dios es el autor del pecado, ni hace violencia a la voluntad de las criaturas, ni quita la libertad o contingencia de las causas segundas, sino que las establece”.

Nótese que, mientras que afirma la soberanía de Dios sobre todas las cosas, la confesión también afirma que Dios no hace violencia o viola la libertad humana. La libertad humana y el mal están bajo la soberanía de Dios.


LA SOBERANÍA DE DIOS Y EL PROBLEMA DEL MAL
Sin duda alguna, la cuestión más difícil de todas es cómo el mal puede coexistir con un Dios que es totalmente santo y totalmente soberano. Me temo que la mayoría de los cristianos no se dan cuenta de la profunda severidad de este problema. Los escépticos llaman este asunto el “talón de Aquiles del cristianismo”. Recuerdo vividamente la primera vez que sentí el dolor de este espinoso problema. Yo era nuevo en la facultad y había sido cristiano durante unas semanas solamente. Estaba jugando al pimpón en el salón del dormitorio de hombres cuando, en mitad de una bolea, me sobrevino el pensamiento: Si Dios es totalmente justo, ¿cómo puede haber creado un universo donde está presente el mal? Si todas las cosas proceden de Dios, ¿no procede de El también el mal?

Entonces, como ahora, me di cuenta de que el mal era un problema para la soberanía de Dios. ¿Se introdujo el mal en el mundo contra la voluntad soberana de Dios? En ese caso, El no es absolutamente soberano. Si no, debemos concluir que en algún sentido aun el mal ha sido preordenado por Dios. Durante años busqué la respuesta a este problema, explorando las obras de teólogos y filósofos. Encontré algunos intentos ingeniosos de resolver el problema, pero, hasta ahora, nunca he encontrado una respuesta plenamente satisfactoria.

La solución más común que oímos para este dilema es una simple referencia al libre albedrío del hombre. Oímos afirmaciones tales como: “El mal se introdujo en el mundo por el libre albedrío del hombre. El hombre es el autor del pecado, no Dios.” Sin duda, esa afirmación encaja con el relato bíblico del origen del pecado. Sabemos que el hombre fue creado con libre albedrío y que el hombre libremente escogió pecar. No fue Dios quien cometió el pecado, fue el hombre. El problema, sin embargo, aún persiste. ¿De dónde sacó el hombre la más mínima inclinación a pecar? Si fue creado con algún deseo de pecar, entonces se arroja una sombra sobre la integridad del Creador. Si fue creado sin deseo alguno de pecar, entonces debemos preguntar de dónde vino ese deseo.

El misterio del pecado está ligado a nuestro entendimiento del libre albedrío, el estado del hombre en la creación y la soberanía de Dios. La cuestión del libre albedrío es tan vital para nuestro entendimiento de la predestinación que dedicaré un capítulo entero al tema. Hasta entonces restringiremos nuestro estudio a la cuestión del primer pecado del hombre. ¿Cómo pudieron caer Adán y Eva? Ellos fueron creados buenos. Podríamos sugerir que su problema fue la astucia de Satanás. Satanás los engañó. Los embaucó para que comiesen del fruto prohibido. Podríamos suponer que la serpiente fue tan aduladora que embaucó totalmente a nuestros primeros padres.

Esta explicación conlleva varios problemas. Si Adán y Eva no se dieron cuenta de lo que estaban haciendo, si fueron totalmente embaucados, entonces el pecado habría sido todo de Satanás. Pero la Biblia deja claro que, a pesar de su astucia, la serpiente habló desafiando directamente el mandamiento de Dios. Adán y Eva habían oído a Dios promulgar su prohibición y advertencia. Oyeron a Satanás contradiciendo a Dios. La decisión estaba clara ante ellos. No podían apelar a la astucia de Satanás para excusarse.

Aun si Satanás no hubiera sólo embaucado sino forzado a Adán y Eva a pecar, aún no estamos libres de nuestro dilema. Si hubieran podido decir con razón: “El diablo nos hizo hacerlo”, aún tendríamos que afrontar el problema del pecado del diablo. ¿De dónde procede el diablo? ¿Cómo consiguió caer de la bondad? Tanto si estamos hablando de la Caída del hombre o de la caída de Satanás, estamos tratando aún el problema de criaturas buenas que se vuelven malas.

Oímos la explicación “fácil” de que el mal vino a través del libre albedrío de la criatura. El libre albedrío es algo bueno. El que Dios nos diera libre albedrío no hace recaer la culpa sobre Él. En la creación, al hombre le fue dada la capacidad para pecar y la capacidad para no pecar. El escogió pecar. La cuestión es: “¿Por qué?” Aquí es donde reside el problema. Antes que una persona pueda cometer un acto de pecado, debe tener primero un deseo de realizar ese acto. La Biblia nos dice que las malas acciones fluyen de los malos deseos. Pero la presencia de un deseo malo es ya pecado. Pecamos porque somos pecadores. Nacimos con una naturaleza de pecado. Somos criaturas caídas. Pero Adán y Eva no fueron creados caídos-. No tenían una naturaleza de pecado. Eran criaturas buenas con libre albedrío. Sin embargo, escogieron pecar. ¿Por qué? No lo sé. Ni he encontrado aún a alguien que lo sepa.

A pesar de este intrincado problema, debemos afirmar aún que Dios no es el autor del pecado. La Biblia no revela las respuestas a todas nuestras preguntas. Revela la naturaleza y el carácter de Dios. Una cosa es absolutamente impensable: que Dios pudiera ser el autor o realizador del pecado. Pero este capítulo trata de la soberanía de Dios. Nos queda aún por responder la pregunta de que, dado el hecho del pecado humano, ¿cómo se relaciona éste con la soberanía de Dios? Si es cierto que, en algún sentido, Dios preordena todo lo que sucede, entonces se sigue sin duda que Dios debe de haber preordenado la entrada del pecado en el mundo. Eso no quiere decir que Dios obligara a que ocurriera, o que impusiera el mal a su creación. Lo único que significa es que Dios debe de haber decidido permitir que ocurra. Si no permitió que ocurriese, entonces no podía haber ocurrido, pues de otra forma no sería soberano.

Sabemos que Dios es soberano porque sabemos que Dios es Dios. Por tanto, debemos concluir que Dios preordenó el pecado. ¿Qué otra cosa podemos concluir? Debemos concluir que la decisión de Dios de permitir que el pecado entrase en el mundo fue una buena decisión. Esto no quiere decir que nuestro pecado es realmente algo bueno, sino meramente que el que Dios nos permita cometer el pecado, que es malo, es algo bueno. El que Dios permita el mal es bueno, pero el mal que Él permite es aún mal. La implicación de Dios en todo esto es perfectamente justa. Nuestra implicación en ello es inicua. El hecho de que Dios decidiese permitirnos pecar no nos absuelve de nuestra responsabilidad por el pecado.

Una objeción que oímos con frecuencia es que, si Dios conocía de antemano que nosotros íbamos a pecar, ¿por qué nos creó en primer lugar? Un filósofo expresó el problema de esta manera: “Si Dios sabía que nosotros pecaríamos pero no lo impidió, entonces no es ni omnipotente ni soberano. Si podía impedirlo pero escogió no hacerlo, entonces no es ni amante ni benévolo.” Mediante este enfoque Dios aparece como malo, no importa cómo respondamos a la pregunta.

Debemos asumir que Dios sabía de antemano que el hombre caería. Debemos también asumir que Él podía haber intervenido para impedirlo. O podía haber escogido no crearnos en absoluto. Concedemos todas estas posibilidades hipotéticas. Para empezar, sabemos que Él sabía que caeríamos, y que siguió adelante y nos creó a pesar de todo. ¿Por qué significa eso que El no es amante? También sabía de antemano que iba a llevar a cabo un plan de redención para su creación caída que incluiría una perfecta manifestación de su justicia y una perfecta expresión de su amor y misericordia. Fue ciertamente amante por parte de Dios predestinar la salvación de su pueblo, los que la Biblia llama sus “elegidos” o escogidos.

Son los no elegidos los que constituyen el problema. Si algunos no son elegidos para salvación, entonces parecería que Dios no es tan amante hacia ellos. Según ellos, parece que hubiera sido más amante por parte de Dios no haber permitido que nacieran. Ese puede, ciertamente, ser el caso. Pero debemos hacer la pregunta verdaderamente difícil: ¿Existe alguna razón para que un Dios justo deba ser amante hacia una criatura que le odia y se revela constantemente contra su divina autoridad y santidad? La objeción suscitada por el filósofo implica que Dios le debe su amor a criaturas pecaminosas. Esto es, lo que se da por supuesto, sin palabras, es que Dios está obligado a ser clemente para con los pecadores. Lo que el filósofo pasa por alto es que si la gracia está obligada, ya no es gracia. La esencia misma de la gracia es que es inmerecida. Dios siempre se reserva el derecho de tener misericordia de quien quiera tener misericordia. Dios puede deberle justicia a la gente, pero nunca misericordia.

Es importante indicar una vez más que estos problemas surgen a todos los cristianos que creen en un Dios soberano. Estas cuestiones no son peculiares a una idea concreta de la predestinación. La gente argumenta que Dios es suficientemente amante como para proveer un camino de salvación para todos los pecadores. Puesto que el calvinismo restringe la salvación sólo a los elegidos, parece requerir un Dios menos amante. En la superficie al menos, parece que una idea no calvinista provee una oportunidad para que se salven grandes multitudes de personas que no hubieran sido salvadas en la idea calvinista.

Una vez más, esta cuestión afecta asuntos que deben ser desarrollados más plenamente en capítulos posteriores. Por ahora permítaseme decir simplemente que, si la decisión final para la salvación de pecadores caídos fuese dejada en las manos de pecadores caídos, desesperaríamos de toda esperanza en cuanto a que alguien fuese salvado.

Cuando consideramos la relación de un Dios soberano con un mundo caído, afrontamos básicamente cuatro opciones:

1. Dios pudo decidir no proveer una oportunidad para que alguien fuese salvado.

2. Dios pudo proveer una oportunidad para que todos fuesen salvados.

3. Dios pudo intervenir directamente para asegurar la salvación de todos.

4. Dios pudo intervenir directamente y asegurar la salvación de algunos.

Todos los cristianos descartan inmediatamente la primera opción. La mayoría de los cristianos descartan la tercera. Afrontamos el problema de que Dios salva a algunos y no a todos. El calvinismo corresponde a la cuarta opción. La idea calvinista de la predestinación enseña que Dios interviene activamente en las vidas de los elegidos para hacer absolutamente segura la salvación. Por supuesto, el resto es invitado a Cristo y se le da una “oportunidad” para ser salvado “si quiere”. Pero el calvinismo da por supuesto que, sin la intervención de Dios, nadie querrá jamás a Cristo. Nadie escogerá jamás a Cristo por sí mismo.

Este es precisamente el punto en disputa. Las ideas no reformadas de la predestinación asumen que a toda persona caída le queda la capacidad de escoger a Cristo. Al hombre no se le considera tan caído que requiera la intervención directa de Dios hasta el grado que afirma el calvinismo. Todas las ideas no reformadas dejan en manos del hombre el dar el voto decisivo para el destino final del hombre. Según estas ideas, la mejor opción es la segunda. Dios provee oportunidades para que todos sean salvados. Pero, ciertamente, no existe una igualdad de oportunidades, puesto que grandes multitudes de gente mueren sin haber oído jamás el Evangelio.

El no reformado objeta a la cuarta opción porque limita la salvación a un grupo selecto que Dios escoge. El reformado objeta a la segunda opción porque ve que la oportunidad universal de salvación no provee lo suficiente para salvar a nadie. El calvinista ve a Dios haciendo mucho más por la raza humana caída a través de la cuarta opción que a través de la segunda. El no calvinista ve justamente lo contrario. Piensa que dar una oportunidad universal, aunque está lejos de asegurarla salvación de nadie, es más benévolo que asegurar la salvación de algunos y no de otros.

El desagradable problema que tiene el calvinista se ve en la relación de las opciones tercera y cuarta. Si Dios puede, y de hecho escoge, asegurar la salvación de algunos, ¿por qué no asegura la salvación de todos? Antes de tratar de responder a esa pregunta, permítaseme primero indicar que éste no es simplemente un problema calvinista. Todo cristiano debe sentir el peso de este problema. En primer lugar, afrontamos la cuestión: “¿Tiene Dios el poder para asegurar la salvación de todos?” Ciertamente está dentro del poder de Dios cambiar el corazón de todo pecador impenitente y llevar ese pecador hacia sí. Si carece de tal poder, entonces no es soberano. Si tiene ese poder, ¿por qué no lo usa con todos?

El pensador no reformado responde en general diciendo que el hecho de que Dios imponga su poder a personas reacias es violar la libertad del hombre. Violar la libertad del hombre es pecado. Puesto que Dios no puede pecar, no puede imponer unilateralmente su gracia salvadora a pecadores reacios. Forzar al pecador a que quiera cuando el pecador no quiere, es hacer violencia al pecador. La idea es que, al ofrecer la gracia del Evangelio, Dios hace todo lo que puede para ayudar al pecador a ser salvo. Él tiene suficiente poder para forzar a los hombres, pero el uso de tal poder sería ajeno a la justicia de Dios.

Eso no proporciona mucho consuelo al pecador en el infierno. El pecador en el infierno debe de estar preguntando: “Dios, si tú realmente me amabas, ¿por qué no me forzaste a creer? Preferiría que mi libre albedrío fuese violado que estar aquí en este lugar de tormento eterno.” Aun así, las súplicas de los condenados no determinarían la justicia de Dios si, de hecho, fuese erróneo que Dios se impusiera a la voluntad de los hombres. La pregunta que el calvinista hace es: “¿Qué hay de erróneo en que Dios origine la fe en el corazón del pecador?”

A Dios no se le requiere que busque el permiso del pecador para hacer con el pecador lo que le plazca. El pecador no pidió nacer en el país de su nacimiento, a sus padres, ni aun nacer en absoluto. Tampoco pidió el pecador nacer con una naturaleza caída. Todas estas cosas fueron determinadas por la decisión soberana de Dios. Si Dios hace todo esto que afecta al destino eterno del pecador, ¿qué habría de erróneo en que Él diera un paso más para asegurar su salvación? ¿Qué quería decir Jeremías cuando clamó: “¿Me sedujiste, Oh Señor, y fui seducido” (Jer. 20:7)? Ciertamente, Jeremías no invitó a Dios a seducirle.

La cuestión permanece. ¿Por qué salva Dios solamente a algunos? Si concedemos que Dios puede salvar a los hombres forzando sus voluntades, ¿por qué entonces no fuerza la voluntad de todos y les lleva a todos a la salvación? (Estoy utilizando aquí la palabra forzar no porque piense que existe un forzamiento erróneo, sino porque los no calvinistas insisten en este término.) La única respuesta que puedo dar a esta pregunta es que no lo sé. No tengo ni idea de porqué Dios salva a algunos pero no a todos. No dudo por un momento que Dios tenga poder para salvar a todos, pero sé que no escoge salvar a todos. No sé por qué. Una cosa sí sé. Si agrada a Dios salvar a algunos y no a todos, nada hay en ello que sea erróneo. Dios no está obligado a salvar a nadie. Si escoge salvar a algunos, esto en ninguna manera le obliga a salvar al resto. Una vez más la Biblia insiste que es la prerrogativa divina de Dios tener misericordia de quien quiera tener misericordia.

La alarma que oye gritar el calvinista generalmente en este punto es: “¡Eso no es equitativo!” ¿Pero qué se da a entender por equidad aquí? Si por equidad queremos decir igualdad, entonces, desde luego, la protesta es acertada. Dios no trata a todos los hombres por igual. Nada podría estar más claro en la Biblia que eso. Dios se apareció a Moisés de una manera en que no se apareció a Hammurabi. Dios concedió a Israel bendiciones que no concedió a Persia. Cristo se apareció a Pablo en el camino de Damasco de una manera en que no se manifestó a Pilato. Dios, simplemente, no ha tratado a todo ser humano en la Historia exactamente de la misma manera. Esto es obvio.

Probablemente lo que se quiere decir por “equitativo” en la protesta es “justo”. No parece justo que Dios escoja a algunos para recibir su misericordia, mientras que otros no reciben el beneficio de la misma. Para tratar este problema debemos llevar a cabo una breve pero importante reflexión. Demos por supuesto que todos los hombres son culpables de pecado a los ojos de Dios. De esa masa de humanidad culpable, Dios decide soberanamente conceder misericordia a algunos de ellos. ¿Qué recibe el resto? Recibe justicia. Los salvados reciben misericordia y los no salvados reciben justicia. Nadie recibe injusticia.

La no justicia incluye todo lo que está fuera de la categoría de justicia. En la categoría de no justicia encontramos dos sub-conceptos, injusticia y misericordia. La misericordia es una buena forma de no justicia mientras que la injusticia es una mala forma de no justicia. En el plan de la salvación Dios no hace nada malo. Nunca comete injusticia alguna. Algunos reciben justicia, que es lo que merecen, mientras que otros reciben misericordia. Una vez más, el hecho de que uno recibe misericordia no demanda que los demás la reciban también. Dios se reserva el derecho de conceder clemencia.

Como ser humano, yo podría preferir que Dios concediese su misericordia a todos por igual, pero no puedo demandarlo. Si a Dios no le agrada dispensar su misericordia salvadora a todos los hombres, entonces debo someterme a su santa y justa decisión. Dios jamás, jamás, jamás está obligado a ser misericordioso hacia los pecadores. Ese es el punto que debemos enfatizar si hemos de comprender la plena medida de la gracia de Dios.

La verdadera cuestión es por qué Dios se inclina a ser misericordioso para con alguien. Su misericordia no le es demandada y, sin embargo, la concede a sus elegidos. La concedió a Jacob de una manera en que no la concedió a Esaú. La concedió a Pedro de una manera en que no la concedió a Judas. Debemos aprender a alabar a Dios tanto en su misericordia como en su justicia. Cuando Él ejecuta su justicia, no está haciendo nada erróneo. Está ejecutando su justicia conforme a su rectitud.


LA SOBERANÍA DE DIOS Y LA LIBERTAD HUMANA
Todo cristiano afirma alegremente que Dios es soberano. La soberanía de Dios es un consuelo para nosotros. Nos asegura que Él puede hacer lo que promete hacer. Pero el mero hecho de la soberanía de Dios suscita una gran cuestión más. ¿Cómo se relaciona la soberanía de Dios con la libertad humana? Cuando afrontamos la cuestión de la soberanía divina y la libertad humana, podemos vernos confrontados por el dilema de “luchar o huir”. Podemos luchar para abrirnos paso hacia una solución lógica del mismo, o volvernos y alejarnos corriendo de él tan rápido como podamos.

Muchos de nosotros escogemos huir de él. La huida toma diferentes rutas. La más común es decir, simplemente, que la soberanía divina y la libertad humana son contradicciones que debemos tener el valor de abrazar. Buscamos analogías que alivien nuestras atribuladas mentes. Como estudiante en la facultad, oí dos analogías que me proporcionaron un alivio temporal, como un paquete teológico de Rolaids:

Analogía 1: “La soberanía de Dios y la libertad humana son como dos líneas paralelas que se encuentran en la eternidad.”

Analogía 2: “La soberanía de Dios y la libertad humana son como sogas en un pozo. En la superficie parecen estar separadas, Pero en la oscuridad del fondo del pozo se juntan.”

La primera vez que oí estas analogías sentí alivio. Sonaban simples y, sin embargo, profundas. La idea de dos líneas paralelas que se encuentran en la eternidad me satisfizo. Me dio algo ingenioso que decir para el caso en que un escéptico empedernido me preguntara acerca de la soberanía divina y la libertad humana. Mi alivio fue temporal. Pronto necesité una dosis más fuerte de Rolaids. La molesta pregunta rehusaba dejarme en paz. ¿Cómo, me preguntaba, pueden las líneas paralelas encontrarse jamás? ¿En la eternidad o en alguna otra parte? Si las líneas se encuentran, entonces no son finalmente paralelas. Si son finalmente paralelas, entonces nunca se encontrarán. Cuanto más pensaba acerca de la analogía, tanto más me daba cuenta que ésta no resolvía el problema. Decir que las líneas paralelas se encuentran en la eternidad es una afirmación sin sentido; es una contradicción flagrante.

No me gustan las contradicciones. Encuentro poco consuelo en ellas. Nunca cesaba de asombrarme ante la facilidad con que los cristianos parecen sentirse confortables con ellas. Oigo afirmaciones como: “¡Dios es mayor que la lógica!”, o: “¡La fe es más elevada que la razón!” Para defender el uso de las contradicciones en la teología. Ciertamente, estoy de acuerdo en que Dios es mayor que la lógica y que la fe es más elevada que la razón. Estoy de acuerdo con todo mi corazón y con toda mi cabeza. Lo que quiero evitar es a un Dios que es menor que la lógica y una fe que es inferior a la razón. Un Dios que es menor que la lógica sería y debería ser destruido por la lógica. Una fe que es inferior a la razón es irracional y absurda.

Supongo que es la tensión entre la soberanía divina y la libertad humana, más que cualquier otra cosa, lo que ha conducido a muchos cristianos a pretender que las contradicciones son un elemento legítimo de la fe. La idea es que la lógica no puede reconciliar la soberanía divina con la libertad humana. Ambas desafían la lógica armonía. Puesto que la Biblia enseña ambos polos de la contradicción, debemos estar dispuestos a afirmarlos ambos, a pesar del hecho de ser contradictorios. ¡De ninguna manera! El que los cristianos abracen ambos polos de una contradicción flagrante es cometer suicidio intelectual y calumniar al Espíritu Santo. El Espíritu Santo no es autor de confusión. Dios no habla con una doble lengua.

Si la libertad humana y la soberanía divina son verdaderas contradicciones, entonces una de ellas, al menos, debe desaparecer. Si la soberanía excluye la libertad, y la libertad excluye la soberanía, entonces o bien Dios no es soberano o el hombre no es libre. Felizmente, existe una alternativa. Podemos sostener tanto la soberanía como la libertad si podemos mostrar que no son contradictorias. A un nivel humano, podemos ver fácilmente que la gente goza de una verdadera medida de libertad en un país gobernado por un monarca soberano. La soberanía no pone fin a la libertad; es la autonomía lo que no puede coexistir con la soberanía.

¿Qué es la autonomía? La palabra procede del prefijo auto y la raíz nomos. Auto significa “uno mismo”. Un automóvil es algo que se mueve por sí mismo. “Automático” describe algo que actúa por sí mismo. La raíz nomos es la palabra griega para “ley”. La palabra autonomía significa, pues, “ley de uno mismo”. Ser autónomo significa ser ley a uno mismo. Una criatura autónoma no sería responsable ante nadie. No tendría un gobernante, menos aún tendría un gobernante soberano. Es lógicamente imposible tener un Dios soberano existiendo al mismo tiempo que una criatura autónoma. Los dos conceptos son totalmente incompatibles. Pensar en su coexistencia sería como imaginar el encuentro de un objeto inamovible con una fuerza irresistible. ¿Qué ocurriría? Si el objeto se moviera, entonces no podría ya ser considerado inamovible. Si no se moviera, entonces la fuerza irresistible ya no sería irresistible.

Así ocurre con la soberanía y la autonomía. Si Dios es soberano, no es posible que el hombre sea autónomo. Si el hombre es autónomo, es imposible que Dios sea soberano. Serían contradicciones. No tenemos que ser autónomos para ser libres. La autonomía implica libertad absoluta. Somos libres, pero hay límites para nuestra libertad. El límite final es la soberanía de Dios.

Una vez leí una afirmación de un cristiano que dijo: “La soberanía de Dios nunca puede restringir la libertad humana.” Imaginemos a un pensador cristiano haciendo tal afirmación. Esto es puro humanismo. ¿Pone restricciones la ley de Dios a la libertad humana? ¿No se le permite a Dios imponer límites a lo que yo escoja? No sólo puede Dios imponer límites morales a mi libertad, sino que tiene todo derecho en cualquier momento a golpearme en la cabeza si es necesario refrenarme de ejercer mis malas decisiones. Si Dios no tiene derecho a la represión, entonces no tiene derecho a gobernar su creación. Es mejor que invirtamos la afirmación: “La libertad humana nunca puede restringir la soberanía de Dios.” En esto consiste la soberanía. Si la soberanía de Dios está restringida por la libertad humana, entonces Dios no es soberano; el hombre es soberano.

Dios es libre. Yo soy libre. Dios es más libre que yo. Si mi libertad va en contra de la libertad de Dios, yo salgo perdiendo. Su libertad restringe la mía; mi libertad no restringe la suya. Existe una analogía en la familia humana. Yo tengo una voluntad libre. Mis hijos tienen voluntades libres. Cuando nuestras voluntades chocan, tengo autoridad para predominar sobre sus voluntades. Sus voluntades han de estar subordinadas a mi voluntad; mi voluntad no está subordinada a la de ellos. Desde luego, en el nivel humano de la analogía, no estamos hablando en términos absolutos.

La soberanía divina y la libertad humana se consideran frecuentemente como contradictorias porque en la superficie suenan contradictorias. Hay algunas distinciones importantes que deben hacerse y aplicarse consecuentemente a esta cuestión si hemos de evitar una confusión desesperante. Consideremos tres palabras en nuestro vocabulario que están tan estrechamente relacionadas que son a menudo confundidas:

1. Contradicción
2. Paradoja
3. Misterio

1. Contradicción. La ley lógica de la contradicción dice que una cosa no puede ser lo que es y no ser lo que es al mismo tiempo y en la misma relación. Un hombre puede ser padre e hijo al mismo tiempo, pero no puede ser hombre y no ser hombre al mismo tiempo. Un hombre puede ser tanto padre como hijo al mismo tiempo, pero no en la misma relación. Ningún hombre puede ser su propio padre. Aun cuando hablamos de Jesús como el Dios/hombre, tenemos cuidado de decir que, aunque es Dios y hombre al mismo tiempo, no es Dios y hombre en la misma relación. Tiene una naturaleza divina y una naturaleza humana. Ambas no deben ser confundidas. Las contradicciones nunca pueden coexistir, ni aun en la mente de Dios. Si ambos polos de una contradicción genuina pudieran ser ciertos en la mente de Dios, entonces nada que Dios nos haya revelado jamás podría tener significado alguno. Si el bien y el mal, la justicia y la injusticia, Cristo y el Anticristo pudieran todos significar lo mismo para la mente de Dios, entonces la verdad de cualquier clase sería totalmente imposible.

2. Paradoja. Una paradoja es una contradicción aparente que, al examinarse más detenidamente, puede ser resuelta. He oído a maestros declarar que la noción cristiana de la Trinidad es una contradicción. Simplemente, no lo es. No viola ninguna ley de la lógica. Supera la prueba objetiva de la ley de la contradicción. Dios es uno en esencia y tres en persona. Nada hay de contradictorio en ello. Si dijésemos que Dios es uno en esencia y tres en esencia entonces tendríamos una contradicción genuina que nadie podría resolver. Entonces el cristianismo sería irremediablemente irracional y absurdo. La Trinidad es una paradoja, pero no una contradicción.

Para complicar un poco más las cosas, existe otro término, antinomia. Su significado primario es un sinónimo de contradicción, pero su significado secundario es un sinónimo de paradoja. Examinándolo, vemos que tiene la misma raíz que autonomía, nomos, que significa “ley”. Aquí el prefijo es anti, que significa “contra” o “en lugar de “. El significado literal, pues, del término antinomia es “contra la ley”. ¿Qué ley se supone que tenemos aquí a la vista? La ley de la contradicción. El significado original del término era “lo que viola la ley de la contradicción”. De ahí, originalmente y en la discusión filosófica normal, la palabra antinomia es un equivalente exacto de la palabra contradicción.

La confusión surge cuando la gente utiliza el término antinomia no para referirse a una contradicción genuina, sino a una paradoja o contradicción aparente. Recordamos que una paradoja es una afirmación que parece una contradicción, pero que realmente no lo es. En Gran Bretaña, especialmente, la palabra antinomia se utiliza a menudo como sinónimo de paradoja. Estoy elaborando estas distinciones tan sutiles por dos razones.

La primera es que, si hemos de evitar la confusión, debemos tener una clara idea en nuestras mentes acerca de la diferencia crucial entre una contradicción real y una contradicción aparente. Es la diferencia entre la racionalidad y la irracionalidad, entre la verdad y el absurdo.

La segunda razón por la que es necesario expresar estas definiciones claramente es que uno de los mayores defensores de la doctrina de la predestinación en nuestro mundo actual utiliza el término antinomia. Estoy pensando en el destacado teólogo que es el Dr. J. I. Packer. Packer, ha ayudado a incontables miles de personas a tener una más profunda comprensión del carácter de Dios, especialmente con respecto a la soberanía de Dios.

Nunca he discutido este asunto de la utilización por parte del Dr. Packer del término antinomia con él. Doy por supuesto que lo utiliza en el sentido británico de paradoja. No puedo imaginar que hable intencionadamente de contradicciones en la Palabra de Dios. De hecho, en su libro Evangelism and the sovereignty of God (El evangelismo y la soberanía de Dios) elabora el punto de que, en última instancia, no existen contradicciones en la Palabra de Dios. El Dr. Packer no sólo ha sido incansable en su defensa de la teología cristiana, sino que ha sido igualmente incansable en su brillante defensa de la inerrancia de la Biblia. Si la Biblia contuviese antinomias en el sentido de contradicciones reales, eso sería el fin de la inerrancia.

Algunos verdaderamente sostienen que existen contradicciones reales en la verdad divina. Piensan que la inerrancia es compatible con ellas. La inerrancia significaría entonces que la Biblia revela inerrantemente las contradicciones de la verdad de Dios. Por supuesto, si pensamos por un momento, quedaría claro que si la verdad de Dios es una verdad contradictoria, entonces no es verdad en absoluto. Ciertamente, la misma palabra verdad estaría vacía de significado. Si las contradicciones pueden ser verdad, no habría manera alguna de discernirla diferencia entre la verdad y una mentira. Esta es la razón por la que estoy convencido de que el Dr. Packer utiliza antinomia cuando quiere decir paradoja y no contradicción.

3. Misterio. El término misterio se refiere a aquello que es verdad pero que no entendemos. La Trinidad, por ejemplo, es un misterio. No puedo penetrar en el misterio de la Trinidad o de la encamación de Cristo con mi débil mente. Tales verdades son demasiado elevadas para mí. Sé que Jesús era una persona con dos naturalezas, pero no puedo entender cómo puede ser eso. El mismo tipo de cosa se encuentra en la esfera natural. ¿Quién entiende la naturaleza de la gravedad, o aun del movimiento? ¿Quién ha penetrado en los misterios finales de la vida? ¿Qué filósofo ha sondeado las profundidades del significado del ser humano? Estos son misterios. No son contradicciones.

Es fácil confundir el misterio con la contradicción. No entendemos ninguno de los dos. Nadie entiende una contradicción porque las contradicciones son intrínsecamente ininteligibles. Ni siquiera Dios puede entender una contradicción. Las contradicciones son absurdas. Nadie puede darles sentido. Los misterios pueden ser entendidos. El Nuevo Testamento nos revela cosas que estaban ocultas y no entendidas en los tiempos el Antiguo Testamento. Hay cosas que en otros tiempos nos resultaban misteriosas, pero que ahora entendemos. Esto no significa que todo lo que ahora es un misterio para nosotros quedará claro un día, sino que muchos misterios actuales quedarán desentrañados. Algunos serán desentrañados en este mundo. No hemos alcanzado aún los límites del descubrimiento humano. Sabemos también que en el cielo se nos revelarán cosas que se hallan aún ocultas. Pero aun en el cielo no comprenderemos plenamente el significado de la infinidad. Para entender eso plenamente, tendríamos que ser infinitos. Dios puede entender la infinidad no porque opere sobre la base de alguna clase de sistema lógico celestial, sino porque El mismo es infinito. Tiene una perspectiva infinita.

Permítaseme expresarlo de otra manera: Todas las contradicciones son misteriosas. No todos los misterios son contradicciones. El cristianismo concede amplio lugar a los misterios. No tiene lugar para las contradicciones. Los misterios pueden ser verdad. Las contradicciones nunca pueden ser verdad, ni aquí en nuestras mentes, ni allí en la mente de Dios. Permanece la gran cuestión. El gran debate que remueve el caldero de la controversia se centra en la cuestión: “¿Cómo afecta la predestinación a nuestro libre albedrío?”

Resumen del capítulo
1. Definición de la predestinación.
“La predestinación significa que nuestro destino final, el cielo o el infierno, está decidido por Dios antes que nazcamos.”
2. La soberanía de Dios. Dios es la autoridad suprema del cielo y la Tierra.
3. Dios es el poder supremo. Toda otra autoridad y poder están sometidos a Dios.
4. Si Dios no es soberano, no es Dios
5. Dios ejerce su soberanía de tal manera que no obra el mal ni viola la libertad humana.
6. El primer acto pecaminoso del hombre es un misterio. El hecho de que Dios permitiera pecar a los hombres no refleja nada malo en Dios.
7. Todos los cristianos afrontan la difícil cuestión de por qué Dios, que teóricamente podría salvar a todos, escoge salvar a algunos, pero no a todos.
8. Dios no le debe la salvación a nadie.
9. La misericordia de Dios es voluntaria. No está obligado a ser misericordioso. Se reserva el derecho de tener misericordia de quien quiera tener misericordia.
10. La soberanía de Dios y la libertad del hombre no son contradictorias.

Confesando nuestra Fe

Autor: Pastor Juan Sanabria

Uno de los ingredientes del culto cristiano desde sus comienzos fue el hacer confesión pública de la fe que profesaban. Ya en la sinagoga hebrea existía la costumbre de recitar cada día de reposo el Shemá.

La palabra Shemá es de procedencia hebrea y significa “escucha”. Se le llama así porque está basada en la confesión de fe hebrea en la creencia en un solo Dios y donde se le exhorta al pueblo a “escuchar”. Este pasaje se encuentra en Deuteronomio 6.4-9 que cita como sigue:

“Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es.
Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas.”

A través de estas palabras, mandadas por Dios mismo, Israel debía recordar que tenía un solo Dios y que así lo confesaba a todo el que le oyere. Además es instructivo porque en dicha confesión se exhorta al pueblo a amar a este único Dios verdadero con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas.

Todo buen judío tenía por costumbre, y aún lo siguen practicando, el recitar el Shemá cuando se levanta y cuando se acuesta y, congregacionalmente, en la sinagoga cada día de reposo. También cuando van a morir, y si está en sus posibilidades, estas son las últimas palabras que salen de sus labios y si no pudieren hacerlo lo hace algún familiar o algún rabino.

Siendo la iglesia cristiana estructurada bajo las mismas costumbres de la sinagoga hebrea, consideraron que también ellos debían tener una confesión de fe bajo los postulados de las doctrinas básicas del cristianismo. Así, desde los primeros siglos, elaboraron el conocido Símbolo Apostólico, que vendría a suplantar el Shemá judío. Este símbolo fue conocido también como el Credo de los Apóstoles y, aunque parece que no fueron elaborados directamente por ellos (aunque algunos creen que sí), fueron elaborados conforme a las enseñanzas principales por ellos transmitidas.

Ya desde el s.I y II dicho Credo aparece, no solo en el momento de administrar el sacramento del Bautismo, sino que era recitado por toda la comunidad en el día de reposo, hasta que fue plenamente aceptado por el primer concilio de Nicea.

Este Credo fue y es de bastante utilidad porque, al no haber escritos al alcance de todos, se convirtió en una transmisión oral de las verdades fundamentales de la fe cristiana y por ello entró a ser parte de la liturgia cristiana. Tal es así que, quien no creyera dicho Símbolo, era considerado como hereje.

Los diferentes propósitos con que fueron elaborados los Credos cristianos universales fueron:

1) Confesar con sus labios lo que creían en su corazón, lo cual era una forma de confirmar su salvación y que abrazaban con fe lo que confesaban (Ro 10.8-10).

2) Mantener el principio divino de repetir las verdades de la fe como en su momento lo hicieran los judíos con el Shemá. Esto serviría de testimonio para todos los que los escucharan y para que los creyentes guardaran las palabras en sus corazones.

3) Demostrar con las verdades expuestas que se oponían unánimemente a todo lo que viniese en contra de dicha doctrina. En aquel entonces los gnósticos y los arrianos, entre otros, hacían estragos en la iglesia pero esta confesión les mantenía unidos en una misma enseñanza. Para ellos era una manera de contender por la fe que había sido transmitida a los santos (Jd 3).

En cuanto al pensamiento de los gnósticos sobre Cristo, la enciclopedia libre Wikipedia comenta:

  • Siendo la materia el anclaje y origen del mal, no es concebible que Jesucristo pudiera ser un ser divino y asociarse a un cuerpo material a la vez, puesto que la materia es contaminadora. Por esa razón surge la doctrina del Cuerpo aparente de Cristo, según la cual la Divinidad no pudo venir en carne sino que vino en espíritu mostrando a los hombres un cuerpo aparentemente material (docetismo). Otras corrientes sostienen que Jesucristo fue un hombre vulgar que en la época de su ministerio fue levantado, adoptado por una fuerza divina (adopcionismo). Otras doctrinas afirman que la verdadera misión de Cristo era transmitir a los espíritus humanos el principio del autoconocimiento que permitía que las almas se salvaran por sí mismas al liberarse de la materia. Otras enseñanzas proponían incluso que Jesús no era un ser divino.

Como podemos observar al apóstol Juan no se le escapó detalle sobre esta amenaza que se cernía sobre la Iglesia y en advertencia a los cristianos escribe:

“En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios; y este es el espíritu del anticristo, el cual vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el mundo.” (1 Jn 4.2-3).

Esta doctrina apostólica aparece en el Credo y es una tremenda bomba para aquellos herejes que niegan la encarnación del Hijo de Dios o su Deidad. Por eso, el Símbolo Apostólico declara:

Creo en Jesucristo, Su Único Hijo, nuestro Señor, quien fue concebido por el Espíritu Santo.

Esto es un verdadero mazazo contra los gnósticos. También lo fue para los Docetas, que creían que Jesús solo tenía una “apariencia” física pero que nunca se hizo carne ya que para ellos la materia (el cuerpo) es malo. También combate la herejía arriana, que pensaban que Jesús era una creación de Dios pero no Dios hecho hombre, como también opinan los Testigos de Jehová, y también contra los Unitarios, ya que el Credo tiene un enfoque Trino sobre la Deidad al decir en cada apartado:

a. Creo en Dios Padre
b. Creo en Jesucristo su Único Hijo, nuestro Señor y
c. Creo en el Espíritu Santo

4) Transmitir a sus hijos y a los neófitos las bases de la doctrina cristiana. Esto lo hacían cada día de reposo cuando todos juntos citaban las palabras que contienen dicho símbolo. En ningún caso se trataría de “una vana repetición” ya que el Credo no va dirigido a Dios ni es un rezo sino un breve y didáctico manual de confesión sobre las doctrinas básicas de la fe. Así que, al igual que lo hicieran los judíos en la sinagoga, lo hacían y hacen los cristianos (no todos) en la congregación[1], para que a través de la repetición quede grabada en nuestros corazones según aparece en Deuteronomio 6.7.

Este Credo hace énfasis en un solo Dios, un solo Señor que se humanó y nació por obra del Espíritu Santo para entregar su vida por nosotros, que fue sepultado y resucitó para nuestra salvación y que, al estar sentado a la derecha de la Majestad junto al Padre, reina sobre todas las cosas, y que vendrá de nuevo para juzgar a todos los seres humanos, vivos y muertos. Confiesa, junto al Padre y al Hijo, al Espíritu Santo, haciendo así un enfoque trinitario de la Deidad. Confiesa a una sola iglesia universal en la que más allá de los límites de Israel entran gentes de toda raza, lengua, tribu y nación en una misma comunión. Confiesa la remisión de pecados en Cristo, la resurrección de los muertos y la vida eterna de todos los creyentes.

  • Este es el Credo Apostólico:

Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra.

Creo en Jesucristo, Su Único Hijo, nuestro Señor, quien fue concebido por el Espíritu Santo. Nació de la virgen María; padeció bajo el poder de Poncio Pilato. Fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió al infierno y al tercer día resucitó de entre los muertos. Ascendió al cielo, y se sentó a la derecha de Dios Padre, Todopoderoso. Desde allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.

Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia Universal [2] , la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección del cuerpo, y la vida eterna. AMEN.


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[1] Aunque no todos los cristianos lo utilizan en su Culto a Dios, sí es cierto que todos los cristianos creen en su contenido.
[2] Algunos ponen católica, no haciendo referencia a la Iglesia de Roma sino porque lo mantienen en su lengua original griega que, como traducimos al castellano, significa universal.